5 de abril de 2010

En el altar

 
Amanecía.
El bosque despertaba, todavía frío y húmedo, de la larga
noche
de invierno.
A los pies de la estatua,
una figura arrodillada se balanceaba siguiendo el ritmo
de una plegaria interior
Gotas
de sangre
resbalaban
del
altar,
coronaban el silencio.
El humo blanco del incienso palpaba
cada centímetro del antiguo templo.
La figura de mármol sostenía
el arco con las dos manos.
Desde esos ojos,
Ella miraba.
La sangre dejó de gotear.
Las palabras ascendían con el incienso
resonando en silencio dentro de la piedra y
de la presencia dentro de ella.
    - Por favor, Señora, dame valor mañana. Me salvaste la vida
   una vez, no quiero morir en el primer asalto… te pido que
      mañana,
    mis golpes sean mortales,
    el sol ciegue a mi enemigo,
    mi mano no tiemble…-

Como caricias,
sus palabras,
tan cálidas; él
temblaba.
La diosa lo miró, con ojos de piedra.
Parecía tan indefenso, su mortal adorador.
No sabía cómo
consolarlo. Quiso estirar la mano,      y recordó que era        incorpórea.
Quiso estrecharlo entre sus brazos, pero
eso no era propio de
Ella.
Ese llanto bien podría
romperle el
corazón.
Trajo una brisa cálida que lo envolvió
-casi-
con ternura.
          Tal vez si pudiera…
A lo lejos,
el llamado de las tropas, la orden de partir.
El joven soldado contempló
el rostro blanco, con
amor, por última vez
Y salió.
Los ojos de la estatua parecían
brillar

tal vez era sólo un tibio rayo
de Sol.