23 de mayo de 2011

Cuento de hadas

 

Se miró al espejo por última vez antes de bajar a los calabozos. Los ojos oscuros, como lunas negras, había dicho él una vez. La toca negra en la cabeza, ocultando el cabello todavía castaño, los labios finos. Se tocó despacio esos labios que el príncipe había besado. Sintió sus propios dedos ásperos y pensó que seguramente la princesa Aurora sería toda suavidad, dormida en la torre más alta del castillo. Apenas unas gotas de veneno, y la criatura se había desplomado como por arte de magia. Le había llevado tanto tiempo encontrarla, y finalmente los reyes la habían traído de vuelta al castillo, confiándola a su pequeño espía. No habían podido conseguir una rueca, pero la princesa dormía igualmente. La idea de la rueca había sido suya, todavía le causaba gracia pensar en cómo los había engañado tanto tiempo atrás. En realidad no lo había pensado hasta que estuvo frente a los reyes. Estaba tan enojada ese día. El rey Esteban parecía francamente sorprendido, y el rey Humberto se veía culpable. Felipe, por otro lado, parecía inmensamente divertido al ver a su antigua prometida en el bautismo de su actual futura esposa. No sólo había sido una traición a ella, sino al acuerdo que su padre había firmado con el rey Humberto. Y éste había salido muy beneficiado con ese acuerdo. Ella les había jurado que con la ayuda de su Dios se vengaría, que la princesa no llegaría a cumplir los dieciséis años. Y, en un arranque de genialidad, había predicho que la joven se pincharía el dedo con una rueca y moriría. Dicho y hecho, los reyes quemaron todas las ruecas de los reinos, y la Montaña Prohibida obtuvo derechos exclusivos para trabajar toda esa lana. Recordar esa pequeña venganza siempre la ponía de buen humor. Le sonrió al espejo, pensando qué le diría al príncipe para convencerlo de que se casara con ella. Acarició el marco dorado del espejo como si fuese la piel de su príncipe, y frunció el ceño al ver sus dedos manchados de polvo. Hacía días que los sirvientes celebraban la muerte de la princesa, y al parecer habían olvidado sus obligaciones. Ella también había celebrado, pensando que finalmente Felipe entraría en razón. Le había agradecido tanto a su Señor, le había ofrecido tres víctimas bellísimas. Pero ya era hora de que todos se ocuparan de lo que tenían que hacer.

Salió de su habitación, la más alta de la torre, desde donde podía ver la silueta de aquella otra torre, donde su enemiga dormía. Bajó las escaleras, que parecían no terminar nunca. La piedra fría de la pared resbalaba bajo sus dedos, su vestido negro serpenteaba por los escalones. Dobló detrás de la sala de audiencias y abrió la puerta de uno de los innumerables pasadizos secretos del castillo. Muy pocas personas los conocían. Le encantaban, porque le permitía escuchar detrás de las paredes y aparecer donde menos la esperaban, y los sirvientes eran increíblemente rápidos cuando se trataba de esparcir rumores sobre sus poderes sobrenaturales. Empujó la pared del calabozo y ésta se abrió con facilidad. Él estaba sentado de espaldas a ella, vigilando la puerta.
-Buenos días, su Alteza.- dijo con el tono más frío que pudo. No sonó muy convincente, porque sólo con verlo así despeinado y desarreglado se le hacía agua la boca.
-Maléfica- él se giró para verla - ¿cómo entraste? –preguntó. Miró detrás de ella, pero la puerta estaba cerrada y no pudo ver nada.
-Magia, querido. Naturalmente.- le sonrió, pero él no le devolvió la sonrisa.
-Sacáme esto- se levantó y sacudió las cadenas que lo ataban a la pared. -¿Por qué me trajiste?
-No querías venir. No recibías a mis mensajeros. ¿Qué otra cosa podía hacer?- trató de hacer pucheros con la boca.
-¿Es cierto lo que dicen? ¿Está muerta?-
-No, no está muerta. Pero ya está fuera del camino. Sos libre. Ahora podemos discutir los términos de nuestro casamiento- se acercó hacia él y trató de tocarlo. Él se corrió.
-¿Fuiste vos entonces? ¿Qué le hiciste? Nunca hablamos de casarnos-
-Pero es lo mejor, ¿no lo ves?-
-No. ¿Cómo? Mi padre, él nunca aprobaría… esto.- La señaló a ella y después las paredes del castillo.
-¿Por qué no?- tragó saliva, la garganta le picaba.
-¡Nunca podríamos casarnos! ¡Mirá lo que sos! ¡Lo que son todos ustedes! Bárbaros, eso es lo que son. Ese dios que tienen…
-¿De qué estás hablando?-
-Te vi, esa noche. Te seguí cuando te levantaste de la cama. ¿Cómo pueden hacer eso? Era una criatura, ¡y lo quemaron vivo! ¡Están locos!- gritó. Ya no parecía un príncipe, toda dignidad estaba perdida.
-No deberías haberme seguido. Los rituales son sólo para los sacerdotes.-
-¡Eso! Vos, vos sos la peor de todos. Lo prendiste fuego, él gritaba y lo prendiste fuego.-
-Basta, no pienso discutir eso. Cada uno puede adorar a su Dios como elija. No tiene nada que ver con el acuerdo que mi padre y el tuyo firmaron.- lo miró a los ojos y apretó los puños a los costados. El calor le subía por la garganta. Tenía que seguir con el plan. -Nuestros reinos, unidos, van a ser mucho más fuertes. Vamos a poder defender mejor la frontera. La Montaña Prohibida es rica, su flota es poderosa. Necesitamos las llanuras de tu reino para alimentar a los ejércitos. Y nuestros hijos…
-¿Qué hijos? –la interrumpió él- No podés tener hijos ya. Estás seca, cualquiera puede verlo. ¿Entendés? Por eso la quiero a ella. Ella puede darme hijos. Y vos… -la miró sin compasión. –fue divertido mientras duró, Majestad. –dicho esto, le dio la espalda y volvió a sentarse mirando la puerta.

Maléfica abrió la puerta secreta y caminó por el pasadizo oscuro. Le dijo casi sin voz al guardia que liberase al prisionero y subió la larga escalera. Cada vez le costaba más respirar a través del nudo que se iba cerrando. Trató de aflojar el cuello alto de su vestido, pero no era eso lo que la ahogaba. Tendría que dar la orden de fortificar las defensas y arreglar la muralla. En cuanto sus Majestades se casaran, los ejércitos invadirían la Montaña Prohibida. Si el príncipe decidía contar lo que había visto, la masacre sería terrible. Se detuvo al lado de una ventana en medio de la escalera. Habían bajado el puente sobre el foso, y Felipe, montado en su caballo, salía del castillo a toda velocidad. No. Levantó un poco la falda de su pesado vestido y subió corriendo hasta la sala donde estaba el altar de piedra. Prendió todas las antorchas y se arrodilló en el piso. Contempló la máscara de piedra del Señor del Fuego. Apoyó las palmas sobre la mesa. Dejó que el odio corriera por su cuerpo, lo ocupase, lo expandiese. El fuego le abrasó la garganta. Sintió crecer garras para destrozarlo, colmillos para desangrarlo. Finalmente extendió sus alas y, negra de ira, salió a encontrarse con el príncipe.