15 de julio de 2009

Longing

Bueno. Un poema, para variar. El título es provisorio, porque no encuentro una palabra que contenga lo que quiero expresar.
Éste es para Rober. Te vamos a extrañar! Remember what I told you ;)
Mariska Hargitay!


Añoranza

Era el fin de los tiempos y América estaba cansada
(cansada)
¿Cuánto tiempo había pasado?
Nunca había dejado de sentirse
incompleta.
Tan sola,
aunque esa otra se acercara lentamente,
no era lo mismo, no encajaban bien.
Duele sentirse sólo una
mitad, una pieza
suelta –pensó.
¿Volverían a verse?
En otro planeta,
tal vez.
Suspiró.
En otro universo,
quizás,
volverían a ser, para
siempre,
Pangea.

13 de julio de 2009

El conquistador

Este cuento lo escribí hace dos años. Está bastante gauchito, considerando que fue escrito hace un tiempo.
Tengo un cuento para recomendar: "La dama o el tigre" de Frank R. Stockton. Después de tantos años, todavía me queda la duda. ¿Qué dicen? ¿La dama, o el tigre?
Mariska Hargitay!


El conquistador

Le ordenó al caballo que aquietara el paso para que su entrada pareciera triunfal. No saludó, sino que observó a sus nuevos súbditos sonriendo, más para sí mismo que para ellos.
Su postura parecía naturalmente erguida; sus manos, relajadas en las bridas. En realidad, estaba haciendo fuerza para no desplomarse a causa de los nervios; de ahí venía la tensión en la espalda. No saludaba porque ya no tenía fuerzas, los brazos se sentían pesados e inútiles.
Miró al espía, que venía corriendo a recibirlo como buen traidor que era. Iba a tener que matarlo cuando las cosas se calmaran.
-¿Dónde está? –preguntó tratando de disimular la ansiedad.
-En el sepulcro. –Contestó con su voz de ratita.
Algo dentro de él se encogió violentamente y durante un cortísimo instante su ceño se frunció sin formular la pregunta.
-Está preparando el cuerpo de su esposo para el entierro. –El conspirador tragó saliva, nervioso por complacer al nuevo amo.
Una punzada de envidia le tocó el estómago e instintivamente apretó la mandíbula. El esposo, el amadísimo esposo. Bueno. Ahora estaba muerto, y si ella era astuta (él sabía que lo era), no se preocuparía más por él.
Las puertas del templo estaban cerradas. Mala señal. Vio la culpa en la cara del espía y supo que la había dejado sola ahí adentro.
Miró con impaciencia a sus soldados que, asustados, trataban de derribar las puertas de bronce tan bien trabadas. Cada golpe contra la puerta equivalía a casi cinco latidos de su corazón, que palpitaba desesperado.
Después del estruendo que produjo la madera de la traba al romperse, las hojas se abrieron y el hombre que todavía se hacía llamar Octavio entró corriendo en el sepulcro.
Mareado por el fuerte olor a incienso, acrecentado por el encierro, no vio la serpiente que se arrastraba entre sus pies. Sus pasos resonaron en el inmenso recinto de los muertos. Más allá, iluminada por las antorchas yacía ella, acompañada por monedas de oro, esmeraldas y por el cuerpo de Marco Antonio ya rígido.
Se acercó para mirar su expresión. Parecía dormida, como si pudiera volver en cualquier momento.
-Así que nos volvimos inmortales... ¡Maldita seas, Cleopatra! –Le acarició la mano. Todavía estaba caliente.

8 de julio de 2009

Sorpresa

Ajá. Cuento. En principio fue un poema (sigue siendo un poema, Hambre), después tomó la forma de un cuento con sus modificaciones correspondientes.
Se lo dedico a Martina, que cuando leyó el poema me preguntó si era una experiencia personal. Emm... ¡esas cosas no se preguntan! Jajajaja.
Mariska Hargitay!


Sorpresa


En la primera clase, hacía poco más de un mes, había decidido que no le gustaba. No era que fuese feo, era… ordinario. Suena mal decir eso. No era feo, pero tampoco era lindo. Sus facciones eran aceptables, nada más. Podría llegar a ser más atractivo si sonreía, pero no lo hacía muy seguido.
El curso de primer año no era numeroso, y aún así él no se destacaba. Recordaba su nombre porque era uno de los últimos de la lista, entre la S y la V. Lo veía de lejos, charlando con la chica rubia alta que se creía que la facultad era una pasarela, y con el señor bajito que siempre tenía algo que acotar a lo que decían los profesores.
Nunca habían cruzado más de dos palabras, así que se sintió incómoda cuando lo vio en la parada, esperando el mismo colectivo. Ya había logrado esquivarlo con éxito en la fotocopiadora, pero esto era más difícil. Tenía ganas de hacerse la tonta, subirse al colectivo y esconderse, pero él no le dio oportunidad. Sacó el boleto y fue a sentarse a su lado, sonriéndole como si ella estuviese esperándolo.
¿A qué venía eso?
Le molestó la familiaridad con la que él se estiró en el asiento, abriendo las piernas, encerrándola contra la ventana. Su rodilla tibia, enfundada en ese jean demasiado desgastado, se acercaba peligrosamente a la suya.
Pedro. Hasta el nombre era olvidable.
- Parecía que se iba a largar a llover, pero aguantó. – La miraba a ella en vez de mirar el cielo. ¿Por qué seguía sonriendo como un idiota?
- Sip. – Más arisca no se podía ser.
- ¿Conseguiste el libro ese que nos pidieron ayer? –
- No lo busqué. –
- Yo lo tengo… puedo prestártelo para fotocopiar.-
- Ah, bueno. Gracias. -
Hubiera querido ponerse los auriculares para que desistiera de una vez, pero habría sido demasiado maleducado.
El colectivo daba vueltas y vueltas por calles interminables mientras él hablaba de cosas sin importancia. No se daba cuenta de que ella no participaba en su monólogo.
Tenía hambre y él no se bajaba. Quería mirar por la ventana y relajarse, pero él no se bajaba. Finalmente sacó la manzana del bolso, en parte para no tener que contestar las estupideces que preguntaba. Estaba hablando de bares que conocía, boliches a los que entraba gratis y quería saber a dónde salía ella, si le gustaba bailar, si tenía novio.
- No, no tengo novio. –
- ¿Por qué no? – preguntó con inocencia.
¿Por qué no? ¿Cómo que “por qué no”? ¿Cómo se contestaba eso? ¿Cómo se atrevía a preguntar?
- ¡No! – intentaba atajarse, pero se enredaba solo. - Lo decía porque… una chica como vos… tan… bueno… - el intento de disculpa se perdió mientras él se reía bajito.
Ella se miró las manos, seria. La situación se ponía más incómoda y no quería contestar otras preguntas.
Entonces lo vio. En el sweater de lana suave de él, una mancha blanca cerca del puño.
- Mi hermanita estaba de buen humor esta mañana. – explicó mientras frotaba el tejido para sacar la mancha. – Quería darme de comer a mí su papilla. ¿Tengo cara de que me gusta eso? – la miró sonriendo. ¿Esperaba que contestara?
Aterrada, sintió cómo el broche que sostenía su rodete se deslizaba. No sabía cómo hacer para peinarse cuando no tenía espacio para levantar los brazos, él estaba muy cerca.
Se sentó en la punta del asiento y giró el cuerpo en su dirección para estar segura de no pegarle con el codo, empujándole la pierna sin querer. La voz de él la distrajo:
- No te ates el pelo… te queda más lindo así. Parecés la ninfa de algún bosque patagónico. –
¿Era un chiste? No era gracioso.
- Sí, claro. – Era de mal gusto burlarse de ella de esa manera.
- ¿Por qué no podés aceptar un piropo bien intencionado? –
- Porque no es cierto. – mientras hablaba, bajó las manos.
- Yo creo que es cierto. ¿Dudás de mi buen gusto? – Ahora sí, se reía abiertamente.
Al decirlo, se inclinó sobre ella como desafiándola a contestar, apretándola más contra la ventana fría del colectivo, empujándola con su pierna cada vez más tibia.
Otra vez, no sabía qué decir. Fijó la mirada en su manzana, no tan roja como le hubiera gustado.
El maxilar le dolió de lo fuerte que la mordió. Sin dudas, eso había sido mucho menos decoroso de lo que se había propuesto.
Pedro había hecho un silencio respetuoso y la miraba con esa cara de nada que le salía tan bien. ¿Le estaba mirando la boca?
Mordió otra vez, y el jugo de la manzana se le escapó de los labios, amenazando con caer directamente en su escote. No, no podía limpiarse la boca con la lengua. Menos mal que tenía una servilleta en la cartera.
Tenía que hacer algo para no sentirse tan expuesta, porque él seguía mirándola fijo, sin hablar. Justo ahora se le ocurría callarse.
- ¿Querés? – sonrió, como para dejar en claro que no lo decía en serio.
- Bueno. – La miró a los ojos, como diciendo “Yo no te voy a decir que no.”
Ahí se puso nerviosa del todo. ¿Qué hacer? No podía decir: “Era un chiste”. Había que seguir.
Estirando apenas la mano en su dirección, se la ofreció a él, que ya se relamía los labios.
Pedro suavemente posó sus dedos sobre los de ella, que sostenían la manzana. Se la llevó a la boca. Y la mordió.
Todo fue parte de la misma sensación: el sonido de la mordida, el calor y la fuerza de la mano que ahora rodeaba la suya, el impacto.
Se quedó sin aliento, porque él había comido de su mano y a ella le había encantado darle de comer.
Qué simple parecía, y sin embargo…
Un mordisco.
Y otro.
Y otro.
Había algo tan primario en alimentarlo así, la boca de él, encima de donde ella había mordido hacía sólo unos segundos.
Entonces vio la mandíbula tensa, devorando. Sólo tuvo ojos para esa garganta fuerte que palpitaba.
Y se imaginó acercándose lentamente, como acechando a su presa, mientras se relamía los labios esperando ese sabor. Clavándole los dientes, en el cuello. Saboreando el pulso que latía bajo la piel. Mordiéndolo, como él ahora mordía la manzana que ella aferraba.
Le buscó los ojos y sonrió. Eran grises.