17 de octubre de 2009

De alquiler

De alquiler

El corazón me hace tarán tarán y no es porque esté caminando rápido. Ya estoy cerca de Independencia, pero no me acuerdo cuál era el nombre del banco. Me lo dijo, ella me lo dijo y se lo hice repetir para estar segura y ahora me olvidé.

“No hay olvidos”. ¿Quién dijo eso? Esto no era parte del plan. Yo sólo quería pasar y mirarlo, tal vez hacerle alguna pregunta (¿Para qué lado está el Congreso? Ah, gracias) si me animaba. Comprobar la mercancía antes de comprar. Quería relojearlo a gusto, como una hembra más que camina por la calle y ve algo que le gusta. ¿Qué estoy diciendo? ¿Desde cuándo me refiero a mí misma como “hembra”? Desde que empecé a pensar en esto, supongo. Desde que esta lluvia de posibilidades empezó a caer, dejándome empapada y mortalmente confundida.

Ella me dijo: “Te conseguí un candidato. Se llama Sosa, es morocho de ojos celestes. Un cuerpo impresionante. Dijo que sí, que se copaba. Sí, es un pibe para la fiesta, nada más”. Por cien pesos se copaba. Eso dijo. ¿Cómo podía alguien prestarse a semejante cosa? ¿Alguien que no se dedicaba a eso, que no vivía de eso, que no era profesional? Seguro que no lo dijo en serio. No puede ser.

Al principio le dije que no, que había sido un chiste. Sigo diciendo que no, sigo pensando que era un chiste. Pero en vez de cruzar Entre Ríos para ir a visitarla, me acerco al cruce con Independencia, a paso rápido, desordenado, acalorado, totalmente vergonzoso.

No tenía que ser así. Ahora mi camisa está arrugada, el maquillaje medio corrido y estoy transpirada, el pelo se me pega a la cabeza como si no me hubiera bañado, ya me quedo sin aire. Toda alborotada voy a verlo, y no quiero.

¿Por qué, además de posible acompañante, tenía que ser policía? ¿Cómo es posible que las dos cosas convivan en una misma persona? ¿Así, de uniforme, lo voy a conocer? Por eso dudo que pueda hablarle, no me voy a animar. Me va a mirar, con esos ojos, por debajo de la visera de la gorra, va a sonreír despacio y como de costado (como deben sonreír esa clase de hombres) y va a esperar a que yo hable. Va a quedarse ahí parado, con toda esa seguridad emanándole del uniforme y del arma que lleva en el cinto (no pienses en el doble sentido), y yo no voy a poder mirarlo a la cara.

Freno. No, no, no. Dos segundos, me doy vuelta y voy a visitar a mi amiga. No puedo verlo, ni de lejos. No debo, porque ya decidí que no iba a hacer esto.

Estoy tranquila. Entendí por qué no, está bien. Ya pasó. Le cuento, a ella, por qué no. Me mira aguantándose la risa, no entiendo. ¿Por qué no lo hace ella, si tanto le gusta la idea?

Dios mío, acaba de entrar. ¡Acaba de entrar! ¿Qué hago? La camisa, soltar el primer botón de la camisa. Me hago la distraída. Saluda. Se saludan ellos. Ahora me presenta. Él abre los ojos, no sabía que era yo, la loca que quería alquilarlo. Trato de reírme, pero sé que estoy quedando como una tonta. Es mucho más lindo de lo que yo pensaba y no puedo mirarlo a los ojos por mucho tiempo.

Sé que debería prestar atención a lo que dice, pero la vista se me va hacia su boca, sin entender las palabras (Ni que fuera tan difícil, no parece un discurso elaborado). ¿Se dará cuenta? Que me lo estoy comiendo con los ojos, digo.

¿Cómo podría prestarle atención, con todo lo que está pasando por mi cabeza? Con sólo cien pesos, sería mío. Mío. ¿Qué importa la gente de esa fiesta? Sí, se los mostraría, haría que lo admirasen por cinco minutos, pero después… mío. Lo llevaría a la pista. Seguro que baila muy bien. ¿Trataría él de acercarse, para montar un buen espectáculo? Eso me da curiosidad. ¿Me tocaría espontáneamente, o se mostraría parco y tímido? Después de todo, no es profesional.

No, sería mío y yo dejaría bien claro lo que tiene que hacer. ¿Qué? ¿Qué dijo? Ah, sí, traje paraguas, está por llover.

Mío. Uy, las manos. Las apoya en el mostrador, las mueve, me llaman. Me gustaría, sí, sólo una caricia, para ver si su piel es tan suave como parece. Para ver cómo se ve mi mano sobre la suya. Cien pesos, y sería todo mío por varias horas. Algo ronronea adentro mío y se despereza, se hace notar. Y un calorcito sube y sube como la llamita de la canción, y unas cosquillas en las yemas de los dedos imaginando su piel y saber que, si realmente fuese mío, no me alcanzaría con bailar y despedirme después de un par de horas. No perdería mi tiempo (el que pagué) entre esa gente, esos que a los cinco minutos se olvidarían de mí y de mi… no se me ocurre una palabra.

Y si lo llevo a un hotel y le pido… le pido que… ¿Haría eso? ¿Yo lo haría? ¿Él lo haría? ¿Tendría que pagarle más? Cierto, que sea mío, poder controlar todo lo que hace (pero no su mente, no podría decirle qué pensar, qué sentir) es increíblemente tentador, pero otra partecita de mí espera que él, en cualquier momento me diga que no, que no quiere que le pague, que me acompaña a la fiesta de onda… y, ¿si me animo, y después del hotel me pide la plata? ¿Cómo me sentiría yo? ¿Me cobraría eso? Es decir… no soy una vieja aburrida y sola. Tengo veintiún años (todavía), y no soy desagradable a la vista… ¿Me cobraría? No, no es lo más importante. Lo vital es saber si yo estaría satisfecha con eso. Si la pasara bien, y pudiese dejar afuera todo lo que podría venir a arruinar esto (lo que él piensa, lo que los demás piensan, cómo se ve la situación desde afuera). ¿Podría concentrarme sólo en mí? No. Claro que no. Porque nunca podría contar la historia, nadie entendería. Tendría que inventarme otra historia, una feliz, con un novio que me amase, una relación larga y una habitación con velas (¿por qué velas?). No podría estar orgullosa de semejante historia.

Y aunque no llegara tan lejos, no puedo. Porque siempre sería “la que alquiló a ese tipo para ir a una fiesta, cuando tenía veintiún años, la que ni siquiera a esa edad podía conseguir un hombre”. No, no.

Qué lástima. Porque está tan lindo. Pero alguien como él nunca saldría con alguien como yo, así porque sí. Me despido saludando con la mano, no me animo a darle un beso. Chau, un gusto, suerte.

Afuera empieza a llover.

8 de octubre de 2009

Caminata nocturna

Imposible disimular el ruido de las pisadas.
El crujir y crepitar de ramitas y hojas secas me señala, como un faro, donde quiera que vaya.
No puedo esconderme.
Despacio, despacio.
Me estoy perdiendo, ya no sé dónde quedó el sendero.
Viento.
El sol desaparece, el aire es azul. La noche viene.
Pisadas. No. ¿Qué es?
Más rápido, ahora.
Huelo verde, sé que no debo correr.
Silencio. La mirada azul.
Él baja las orejas y da un paso.
Respiro por la boca, no hago ruido
pero el corazón, no entiende.
Se acerca y retrocedo.
Despacio, despacio.
Un rayito de luna brilla en sus dientes.
Viento.
Nada más.
Una sombra salta a desgarrar la yugular.
Silencio.
Cierro los ojos, sólo unos segundos más.
Caemos, por fin.
Un leve gruñido y clava los dientes, tiene hambre.
El calor de su aliento,
el sabor de la sangre también
en mi boca.
Ya está…