26 de agosto de 2009

La mirada

Este poema no es nuevo. Me gustaba cuando lo escribí. Ahora... no sé.
El otro día hablábamos de los ojos. El tema surgió porque fui al oculista. Qué lugar tan odioso. No, no veo las letras de abajo. El doctor me puso esos lentes raros, los ajustó y después del fondo de ojos (ese líquido que dilata las pupilas. Fue rarísimo, por un rato tuve ojos negros) me dijo que tenía que usar anteojos. ¿Para ver de cerca o de lejos? Bueno, todo el tiempo, dijo el doctor (que, según Mamá, se recibió ayer). Lo que más me molestó (aparte de que no pasara conmigo más de los cinco minutos necesarios para hacer el diagnóstico, o el hecho de que me miró a los ojos dos veces como mucho), fue que no me preguntó qué hago en la vida. Eso importa para hacer un buen diagnóstico, ¿no? Me dijo que mi condición no va a empeorar si no uso anteojos. Pero el doctor Patricio no sabe que la mitad del día me la paso leyendo, y la otra mitad, en frente de la computadora. En fin. Tendré que consultar a otro oculista.
Por suerte esta no fue toda la conversación. Dije que lamentaba no tener ojos verdes. En mi familia hay varios casos, pero a mí no me tocó. Un marrón bastante simple es el mío. Prefiero denominarlo "marrón canela", pero mis parientes son más realistas: "marrón caca", siempre dijeron.
Si bien no puedo ver lo interesante en mis ojos, puedo verlo en los demás. Conozco ojos de color indescifrable, entre el verde y el marrón, miel y canela. Conozco ojos marrones que brillan con el sol hasta asemejarse al bronce.
Este poema es acerca de una mirada. Y de lo poderosa que puede llegar a ser.
Para Vane.
Mariska Hargitay!


Ojos verdes


Todo su cuerpo era melodía de pura seducción
un íncubo encantador,
salvaje,
venido de los sueños más profundos y secretos
que inició su callado avance lentamente,
su huella cada vez más profunda
en esa pequeña alma que lo necesitaba tanto
(no se dio cuenta de eso, hasta que fue demasiado tarde)
no sólo trajo sensualidad
si hubiera sido sólo eso, no hubiera costado tanto resistirse
lució su sonrisa de lobo
ofreció alivio a la cadena de los días, la rutina que mataba los sentidos
provocó temblores
engendró calor
encendió vida...

Ese despertar
levantar la cabeza del hastío y ver más allá
ver el impulso vital que es ahora
sentir la juventud feroz que pulsa en las venas
alocada, con cada una de sus miradas
la existencia que merece celebrarse de esta manera,
sí,
celebrar la existencia de ese cuerpo mítico y lo que hace sentir
en este otro cuerpecito lánguido

Ése era su juego
la ilusión que creaban
sus demoníacos ojos verdes
la víctima al borde del lago,
fascinada,
a punto de caer al vacío más hermoso
a recibir la muerte con una sonrisa
-porque por un instante se sintió...
completa-


un paso más, suplican
ruegan
brillan de esa manera
los ojos color esmeralda…
la mente se abandona
el cuerpo se estremece
el alma tiembla
y sí,
el alivio sublime de rendirse sin mañanas...

Finalmente
sentir las pequeñas olas cerrarse encima de su cabeza
atrapada para siempre en el fondo de ese lago verde

Feliz...

13 de agosto de 2009

Podemos tener perro?

Este cuento es uno de los últimos que escribí. Uno de los pocos que pudo superar el horroroso bloqueo.
Hoy hablábamos de La muerte de Iván Ilich, de Tolstoi. De cómo una caricia a veces cambia todo...
Es para pensarlo.
Mariska Hargitay!


El señor Presidente

-¿Te pasa algo?- preguntó su esposa, de mal humor.
- No, me quedé pensando en lo que dijiste.- mintió.
Ella lo observó por unos segundos, sin terminar de creerle.
- Bueno. Pensálo. Hay que decidirlo antes del lunes.- sin dirigirle otra mirada, salió de su oficina.
“Hay que decidirlo”. Quería decir que él tenía que decidir.
Era tarde, y la intensidad del silencio que lo rodeaba lo asustó. Miró la pila de papeles que había quedado en su escritorio, esperando ser firmada. Dejó la lapicera. Observó la mesa, repleta de carpetas de distintos colores y ninguna foto.
Aflojó el nudo de su corbata. ¿Qué diría su mujer si le proponía adoptar un perro? Seguramente le preguntaría para qué. “Porque me siento solo”. Ésa no era una respuesta aceptable.
Escuchó voces que venían del pasillo. ¿Qué querían ahora?
- Señor, le dije que era tarde, pero insiste en hablar con usted.- la cara paliducha de su secretario se asomó por un instante antes de que el ministro de Economía lo empujara a un lado para entrar en la habitación.
- Buenas noches, señor Presidente.- dijo mientras se acomodaba sin pedir permiso en el sillón frente al escritorio.
- Buenas noches.- saludó, resignado a perder su silencio.
De inmediato, el ministro empezó a hablar, pero él no podía entender lo que decía. Lo veía gesticular con firmeza, evidentemente muy convencido de algo, pero las palabras no tenían sentido en su cabeza.
Era notable como el bigote de ese hombre temblaba cuando éste decía la palabra “suministros”. Al parecer, la mencionaba seguido, porque el bigote bailaba con un ritmo parejo, como si siguiera un estribillo recurrente.
¿Tendría una mascota el ministro de Economía? Parecía un amante de los pájaros. Sí, tal vez una cotorra verde con motas rojas.
- ¿Quedamos así, entonces?- sobresaltado, apartó la vista de la boca del hombre que ahora esperaba su apoyo.
- Voy a pensarlo. Buenas noches, señor ministro.- odiaba que lo presionaran. Lo vio levantarse, ofendido, convirtiendo el “buenasnoches” en un insulto más que un saludo.
Suspiró y se dejó caer contra el respaldo de la silla. El anterior ministro era mucho más amigable. No sabía nada de economía, pero siempre que venía a hablarle se tomaba su tiempo, como si no tuviera otra cosa que hacer. Le sonreía, le preguntaba cómo estaba, si había visto el partido de tenis. Después iba a lo que les interesaba, claro, pero como si fuera sólo un tema más en la conversación. Una charla de amigos, casi. Era patético añorar eso.
La luz casi fosforescente de la habitación le molestaba, pero no era bueno quedarse en la oscuridad. Y ese silencio… tenía ganas de gritar.
Alguien tocó la puerta. ¿Qué más?
El secretario. Esta vez no se quedó en el umbral. Entró y se acercó al escritorio.
- Ya me iba. ¿Necesita algo más, señor?- preguntó con timidez.
Bueno, todavía queda alguien en todo el edificio que respeta el cargo, pensó.
Se inclinó sobre la mesa. La garganta se le cerró, sin saber por qué.
Tragó saliva con fuerza, como si así pudiera disolver el nudo que apretaba desde adentro.
- No, gracias.- contestó finalmente.
- Hasta mañana, entonces.- dijo suavemente, y le sonrió. Sin esperar respuesta, salió.
Se quedó mirando la puerta, como si el chico pudiera volver en cualquier momento. Pensó en llamarlo, pero no supo con qué excusa. Un escalofrío lo recorrió.
El señor Presidente necesita un abrazo.

5 de agosto de 2009

Briznas

Este texto es antiguo. Sigo en el proceso de tratar de superar mi bloqueo, así que por ahora... cuando corrija lo nuevo, lo publico.

Hoy, leyendo El siglo de las luces, aparecieron dos de las palabras preferidas de Carpentier (y mías, también): "turbamulta" y "alborotoso". ¿No son geniales? Qué lenguaje el de este señor.

El mini cuento (no es un cuento, creo, pero no sé cómo llamarlo) que sigue se lo dedico a Meli. ¡Algún día el Club de la Siesta se reunirá de nuevo!

Mariska Hargitay!


El veneno

En esos segundos que parecieron eternos no la sentí.
La vi de repente, saliendo de la nada a inyectar el veneno mortal. Sus ásperas pinzas se clavaron en mí con la fuerza de la voracidad, condenándome al final más horrible.
Después, inmóvil, me observaba en perversa espera. El brillo de sus ojos sangrientos me cegaba, me paralizaba rápidamente. ¿O sería el veneno? No, el veneno tenía otros síntomas, lo que me impedía moverme era el miedo.
Mis miembros congelados se olvidaban de seguir las órdenes de mi cerebro, que se obsesionaba con los movimientos del cuerpo cercano.
A mi alrededor todo parecía morir conmigo, los frescos nudos ya no aleteaban alegres y la cascada de fuego había dejado de correr. Briznas de carne roja centelleaban en círculos mientras las mandíbulas de mi atacante se abrían y se cerraban frenéticamente, hablando un idioma extraño. El verde sucio que veía sobre mi cabeza se volvía insolentemente chillón y le daba a las cosas una tonalidad fluorescente. Libélulas arrastraban sus alas por el suelo dejando un rastro de baba amarillenta que reflejaba mi incipiente podredumbre.
Ahora sí el veneno hacía efecto, podía ver cómo me iba desgajando lentamente, me preparaba para recibirla. Ella lo sabía, se relamía anticipando el sabor de mis músculos endulzados por su líquido mortal. Creo que eso era lo que más disfrutaba.
Ya se acercaba famélica a sellar el pacto. Toda ella se regodeaba mientras avanzaba cada vez más despacio para degustar mi terror.
El sacrificio estaba completo.