24 de noviembre de 2009

delirium

Desde noviembre, el rostro confuso pacientemente soñaba en el espejo que

su fragancia invisible se aventuraba lejos contra el pecho del nombre.

De paso, el polvo viajaba debajo de la gotera rupestre y la estancia arcaica

se ocultaba más allá de la montaña del oeste junto con el muelle, que,

áspero, se hundía con frecuencia en el mapa con bucles. El guante agudo

abrió de pronto el abanico de araña mientras la sombra feudal hastiaba

maliciosamente el aparato por entre las matas, porque el lazo disecado

ayudaba siempre a la violeta entre el silencio.

Entonces, cuando el cielo se orinó en el párpado de la infancia las hojas,

nostálgicas y sin esperanza, temblaron sobre la mesa.

17 de octubre de 2009

De alquiler

De alquiler

El corazón me hace tarán tarán y no es porque esté caminando rápido. Ya estoy cerca de Independencia, pero no me acuerdo cuál era el nombre del banco. Me lo dijo, ella me lo dijo y se lo hice repetir para estar segura y ahora me olvidé.

“No hay olvidos”. ¿Quién dijo eso? Esto no era parte del plan. Yo sólo quería pasar y mirarlo, tal vez hacerle alguna pregunta (¿Para qué lado está el Congreso? Ah, gracias) si me animaba. Comprobar la mercancía antes de comprar. Quería relojearlo a gusto, como una hembra más que camina por la calle y ve algo que le gusta. ¿Qué estoy diciendo? ¿Desde cuándo me refiero a mí misma como “hembra”? Desde que empecé a pensar en esto, supongo. Desde que esta lluvia de posibilidades empezó a caer, dejándome empapada y mortalmente confundida.

Ella me dijo: “Te conseguí un candidato. Se llama Sosa, es morocho de ojos celestes. Un cuerpo impresionante. Dijo que sí, que se copaba. Sí, es un pibe para la fiesta, nada más”. Por cien pesos se copaba. Eso dijo. ¿Cómo podía alguien prestarse a semejante cosa? ¿Alguien que no se dedicaba a eso, que no vivía de eso, que no era profesional? Seguro que no lo dijo en serio. No puede ser.

Al principio le dije que no, que había sido un chiste. Sigo diciendo que no, sigo pensando que era un chiste. Pero en vez de cruzar Entre Ríos para ir a visitarla, me acerco al cruce con Independencia, a paso rápido, desordenado, acalorado, totalmente vergonzoso.

No tenía que ser así. Ahora mi camisa está arrugada, el maquillaje medio corrido y estoy transpirada, el pelo se me pega a la cabeza como si no me hubiera bañado, ya me quedo sin aire. Toda alborotada voy a verlo, y no quiero.

¿Por qué, además de posible acompañante, tenía que ser policía? ¿Cómo es posible que las dos cosas convivan en una misma persona? ¿Así, de uniforme, lo voy a conocer? Por eso dudo que pueda hablarle, no me voy a animar. Me va a mirar, con esos ojos, por debajo de la visera de la gorra, va a sonreír despacio y como de costado (como deben sonreír esa clase de hombres) y va a esperar a que yo hable. Va a quedarse ahí parado, con toda esa seguridad emanándole del uniforme y del arma que lleva en el cinto (no pienses en el doble sentido), y yo no voy a poder mirarlo a la cara.

Freno. No, no, no. Dos segundos, me doy vuelta y voy a visitar a mi amiga. No puedo verlo, ni de lejos. No debo, porque ya decidí que no iba a hacer esto.

Estoy tranquila. Entendí por qué no, está bien. Ya pasó. Le cuento, a ella, por qué no. Me mira aguantándose la risa, no entiendo. ¿Por qué no lo hace ella, si tanto le gusta la idea?

Dios mío, acaba de entrar. ¡Acaba de entrar! ¿Qué hago? La camisa, soltar el primer botón de la camisa. Me hago la distraída. Saluda. Se saludan ellos. Ahora me presenta. Él abre los ojos, no sabía que era yo, la loca que quería alquilarlo. Trato de reírme, pero sé que estoy quedando como una tonta. Es mucho más lindo de lo que yo pensaba y no puedo mirarlo a los ojos por mucho tiempo.

Sé que debería prestar atención a lo que dice, pero la vista se me va hacia su boca, sin entender las palabras (Ni que fuera tan difícil, no parece un discurso elaborado). ¿Se dará cuenta? Que me lo estoy comiendo con los ojos, digo.

¿Cómo podría prestarle atención, con todo lo que está pasando por mi cabeza? Con sólo cien pesos, sería mío. Mío. ¿Qué importa la gente de esa fiesta? Sí, se los mostraría, haría que lo admirasen por cinco minutos, pero después… mío. Lo llevaría a la pista. Seguro que baila muy bien. ¿Trataría él de acercarse, para montar un buen espectáculo? Eso me da curiosidad. ¿Me tocaría espontáneamente, o se mostraría parco y tímido? Después de todo, no es profesional.

No, sería mío y yo dejaría bien claro lo que tiene que hacer. ¿Qué? ¿Qué dijo? Ah, sí, traje paraguas, está por llover.

Mío. Uy, las manos. Las apoya en el mostrador, las mueve, me llaman. Me gustaría, sí, sólo una caricia, para ver si su piel es tan suave como parece. Para ver cómo se ve mi mano sobre la suya. Cien pesos, y sería todo mío por varias horas. Algo ronronea adentro mío y se despereza, se hace notar. Y un calorcito sube y sube como la llamita de la canción, y unas cosquillas en las yemas de los dedos imaginando su piel y saber que, si realmente fuese mío, no me alcanzaría con bailar y despedirme después de un par de horas. No perdería mi tiempo (el que pagué) entre esa gente, esos que a los cinco minutos se olvidarían de mí y de mi… no se me ocurre una palabra.

Y si lo llevo a un hotel y le pido… le pido que… ¿Haría eso? ¿Yo lo haría? ¿Él lo haría? ¿Tendría que pagarle más? Cierto, que sea mío, poder controlar todo lo que hace (pero no su mente, no podría decirle qué pensar, qué sentir) es increíblemente tentador, pero otra partecita de mí espera que él, en cualquier momento me diga que no, que no quiere que le pague, que me acompaña a la fiesta de onda… y, ¿si me animo, y después del hotel me pide la plata? ¿Cómo me sentiría yo? ¿Me cobraría eso? Es decir… no soy una vieja aburrida y sola. Tengo veintiún años (todavía), y no soy desagradable a la vista… ¿Me cobraría? No, no es lo más importante. Lo vital es saber si yo estaría satisfecha con eso. Si la pasara bien, y pudiese dejar afuera todo lo que podría venir a arruinar esto (lo que él piensa, lo que los demás piensan, cómo se ve la situación desde afuera). ¿Podría concentrarme sólo en mí? No. Claro que no. Porque nunca podría contar la historia, nadie entendería. Tendría que inventarme otra historia, una feliz, con un novio que me amase, una relación larga y una habitación con velas (¿por qué velas?). No podría estar orgullosa de semejante historia.

Y aunque no llegara tan lejos, no puedo. Porque siempre sería “la que alquiló a ese tipo para ir a una fiesta, cuando tenía veintiún años, la que ni siquiera a esa edad podía conseguir un hombre”. No, no.

Qué lástima. Porque está tan lindo. Pero alguien como él nunca saldría con alguien como yo, así porque sí. Me despido saludando con la mano, no me animo a darle un beso. Chau, un gusto, suerte.

Afuera empieza a llover.

8 de octubre de 2009

Caminata nocturna

Imposible disimular el ruido de las pisadas.
El crujir y crepitar de ramitas y hojas secas me señala, como un faro, donde quiera que vaya.
No puedo esconderme.
Despacio, despacio.
Me estoy perdiendo, ya no sé dónde quedó el sendero.
Viento.
El sol desaparece, el aire es azul. La noche viene.
Pisadas. No. ¿Qué es?
Más rápido, ahora.
Huelo verde, sé que no debo correr.
Silencio. La mirada azul.
Él baja las orejas y da un paso.
Respiro por la boca, no hago ruido
pero el corazón, no entiende.
Se acerca y retrocedo.
Despacio, despacio.
Un rayito de luna brilla en sus dientes.
Viento.
Nada más.
Una sombra salta a desgarrar la yugular.
Silencio.
Cierro los ojos, sólo unos segundos más.
Caemos, por fin.
Un leve gruñido y clava los dientes, tiene hambre.
El calor de su aliento,
el sabor de la sangre también
en mi boca.
Ya está…

12 de septiembre de 2009

No es cualquier fruta, es una manzana.

Qué día. Hace mucho que no escribo, se extraña. Este poema es el hipotexto del cuento Sorpresa.
Tengo algunas cosas para recomendar: poemas de Maya Angelou (no hay uno en particular, todos son muy buenos), poemas de Ungaretti (especialmente "Vigilia" y "Mattina") y algunos cuentos de Borges ("El Evangelio según Marcos" se ha convertido en uno de mis preferidos, pero no sé si supera "La casa de Asterión").
Would you hold on to me? I am feeling frail...



Hambre


No llovía
Fue de casualidad, ni siquiera tuvo tiempo de imaginarse la situación.
Los dos,
En el colectivo que iba a Barrancas…
El feriado había vaciado las calles,
Había liberado la atmósfera de la masa cotidiana.
Se respiraba lindo en las veredas, esa tarde

Tenía hambre y sacó la manzana del bolso,
Le convidó en chiste
(nunca pensó que él diría que sí).
Entonces probó la fruta, estaba jugosa
Y se la ofreció a él.
Él, que se relamía los labios esperando ese sabor
Suavemente posó sus dedos sobre los de ella, que sostenían la manzana
Se la llevó a la boca
Y la mordió
Ella sintió el impacto, en su mano
El calor y la fuerza
Se quedó sin aliento
Porque él había comido de su mano
Y a ella le había encantado darle de comer

Un mordisco
Y otro
Y otro
Hay algo tan primario
En alimentarse así,
La boca de él
Encima de donde ella había mordido
Hacía sólo unos segundos
Tan íntimo
Tan delicioso

Y vio
La mandíbula tensa
Devorando,
La garganta fuerte que palpitaba hipnóticamente
Y se imaginó
acercándose despacio
relamiéndose los labios esperando ese sabor
clavándole los dientes
en el cuello
degustando el pulso que latía tiernamente bajo la piel
mordiendo
como él desgarraba la manzana
que ella todavía sostenía.

26 de agosto de 2009

La mirada

Este poema no es nuevo. Me gustaba cuando lo escribí. Ahora... no sé.
El otro día hablábamos de los ojos. El tema surgió porque fui al oculista. Qué lugar tan odioso. No, no veo las letras de abajo. El doctor me puso esos lentes raros, los ajustó y después del fondo de ojos (ese líquido que dilata las pupilas. Fue rarísimo, por un rato tuve ojos negros) me dijo que tenía que usar anteojos. ¿Para ver de cerca o de lejos? Bueno, todo el tiempo, dijo el doctor (que, según Mamá, se recibió ayer). Lo que más me molestó (aparte de que no pasara conmigo más de los cinco minutos necesarios para hacer el diagnóstico, o el hecho de que me miró a los ojos dos veces como mucho), fue que no me preguntó qué hago en la vida. Eso importa para hacer un buen diagnóstico, ¿no? Me dijo que mi condición no va a empeorar si no uso anteojos. Pero el doctor Patricio no sabe que la mitad del día me la paso leyendo, y la otra mitad, en frente de la computadora. En fin. Tendré que consultar a otro oculista.
Por suerte esta no fue toda la conversación. Dije que lamentaba no tener ojos verdes. En mi familia hay varios casos, pero a mí no me tocó. Un marrón bastante simple es el mío. Prefiero denominarlo "marrón canela", pero mis parientes son más realistas: "marrón caca", siempre dijeron.
Si bien no puedo ver lo interesante en mis ojos, puedo verlo en los demás. Conozco ojos de color indescifrable, entre el verde y el marrón, miel y canela. Conozco ojos marrones que brillan con el sol hasta asemejarse al bronce.
Este poema es acerca de una mirada. Y de lo poderosa que puede llegar a ser.
Para Vane.
Mariska Hargitay!


Ojos verdes


Todo su cuerpo era melodía de pura seducción
un íncubo encantador,
salvaje,
venido de los sueños más profundos y secretos
que inició su callado avance lentamente,
su huella cada vez más profunda
en esa pequeña alma que lo necesitaba tanto
(no se dio cuenta de eso, hasta que fue demasiado tarde)
no sólo trajo sensualidad
si hubiera sido sólo eso, no hubiera costado tanto resistirse
lució su sonrisa de lobo
ofreció alivio a la cadena de los días, la rutina que mataba los sentidos
provocó temblores
engendró calor
encendió vida...

Ese despertar
levantar la cabeza del hastío y ver más allá
ver el impulso vital que es ahora
sentir la juventud feroz que pulsa en las venas
alocada, con cada una de sus miradas
la existencia que merece celebrarse de esta manera,
sí,
celebrar la existencia de ese cuerpo mítico y lo que hace sentir
en este otro cuerpecito lánguido

Ése era su juego
la ilusión que creaban
sus demoníacos ojos verdes
la víctima al borde del lago,
fascinada,
a punto de caer al vacío más hermoso
a recibir la muerte con una sonrisa
-porque por un instante se sintió...
completa-


un paso más, suplican
ruegan
brillan de esa manera
los ojos color esmeralda…
la mente se abandona
el cuerpo se estremece
el alma tiembla
y sí,
el alivio sublime de rendirse sin mañanas...

Finalmente
sentir las pequeñas olas cerrarse encima de su cabeza
atrapada para siempre en el fondo de ese lago verde

Feliz...

13 de agosto de 2009

Podemos tener perro?

Este cuento es uno de los últimos que escribí. Uno de los pocos que pudo superar el horroroso bloqueo.
Hoy hablábamos de La muerte de Iván Ilich, de Tolstoi. De cómo una caricia a veces cambia todo...
Es para pensarlo.
Mariska Hargitay!


El señor Presidente

-¿Te pasa algo?- preguntó su esposa, de mal humor.
- No, me quedé pensando en lo que dijiste.- mintió.
Ella lo observó por unos segundos, sin terminar de creerle.
- Bueno. Pensálo. Hay que decidirlo antes del lunes.- sin dirigirle otra mirada, salió de su oficina.
“Hay que decidirlo”. Quería decir que él tenía que decidir.
Era tarde, y la intensidad del silencio que lo rodeaba lo asustó. Miró la pila de papeles que había quedado en su escritorio, esperando ser firmada. Dejó la lapicera. Observó la mesa, repleta de carpetas de distintos colores y ninguna foto.
Aflojó el nudo de su corbata. ¿Qué diría su mujer si le proponía adoptar un perro? Seguramente le preguntaría para qué. “Porque me siento solo”. Ésa no era una respuesta aceptable.
Escuchó voces que venían del pasillo. ¿Qué querían ahora?
- Señor, le dije que era tarde, pero insiste en hablar con usted.- la cara paliducha de su secretario se asomó por un instante antes de que el ministro de Economía lo empujara a un lado para entrar en la habitación.
- Buenas noches, señor Presidente.- dijo mientras se acomodaba sin pedir permiso en el sillón frente al escritorio.
- Buenas noches.- saludó, resignado a perder su silencio.
De inmediato, el ministro empezó a hablar, pero él no podía entender lo que decía. Lo veía gesticular con firmeza, evidentemente muy convencido de algo, pero las palabras no tenían sentido en su cabeza.
Era notable como el bigote de ese hombre temblaba cuando éste decía la palabra “suministros”. Al parecer, la mencionaba seguido, porque el bigote bailaba con un ritmo parejo, como si siguiera un estribillo recurrente.
¿Tendría una mascota el ministro de Economía? Parecía un amante de los pájaros. Sí, tal vez una cotorra verde con motas rojas.
- ¿Quedamos así, entonces?- sobresaltado, apartó la vista de la boca del hombre que ahora esperaba su apoyo.
- Voy a pensarlo. Buenas noches, señor ministro.- odiaba que lo presionaran. Lo vio levantarse, ofendido, convirtiendo el “buenasnoches” en un insulto más que un saludo.
Suspiró y se dejó caer contra el respaldo de la silla. El anterior ministro era mucho más amigable. No sabía nada de economía, pero siempre que venía a hablarle se tomaba su tiempo, como si no tuviera otra cosa que hacer. Le sonreía, le preguntaba cómo estaba, si había visto el partido de tenis. Después iba a lo que les interesaba, claro, pero como si fuera sólo un tema más en la conversación. Una charla de amigos, casi. Era patético añorar eso.
La luz casi fosforescente de la habitación le molestaba, pero no era bueno quedarse en la oscuridad. Y ese silencio… tenía ganas de gritar.
Alguien tocó la puerta. ¿Qué más?
El secretario. Esta vez no se quedó en el umbral. Entró y se acercó al escritorio.
- Ya me iba. ¿Necesita algo más, señor?- preguntó con timidez.
Bueno, todavía queda alguien en todo el edificio que respeta el cargo, pensó.
Se inclinó sobre la mesa. La garganta se le cerró, sin saber por qué.
Tragó saliva con fuerza, como si así pudiera disolver el nudo que apretaba desde adentro.
- No, gracias.- contestó finalmente.
- Hasta mañana, entonces.- dijo suavemente, y le sonrió. Sin esperar respuesta, salió.
Se quedó mirando la puerta, como si el chico pudiera volver en cualquier momento. Pensó en llamarlo, pero no supo con qué excusa. Un escalofrío lo recorrió.
El señor Presidente necesita un abrazo.

5 de agosto de 2009

Briznas

Este texto es antiguo. Sigo en el proceso de tratar de superar mi bloqueo, así que por ahora... cuando corrija lo nuevo, lo publico.

Hoy, leyendo El siglo de las luces, aparecieron dos de las palabras preferidas de Carpentier (y mías, también): "turbamulta" y "alborotoso". ¿No son geniales? Qué lenguaje el de este señor.

El mini cuento (no es un cuento, creo, pero no sé cómo llamarlo) que sigue se lo dedico a Meli. ¡Algún día el Club de la Siesta se reunirá de nuevo!

Mariska Hargitay!


El veneno

En esos segundos que parecieron eternos no la sentí.
La vi de repente, saliendo de la nada a inyectar el veneno mortal. Sus ásperas pinzas se clavaron en mí con la fuerza de la voracidad, condenándome al final más horrible.
Después, inmóvil, me observaba en perversa espera. El brillo de sus ojos sangrientos me cegaba, me paralizaba rápidamente. ¿O sería el veneno? No, el veneno tenía otros síntomas, lo que me impedía moverme era el miedo.
Mis miembros congelados se olvidaban de seguir las órdenes de mi cerebro, que se obsesionaba con los movimientos del cuerpo cercano.
A mi alrededor todo parecía morir conmigo, los frescos nudos ya no aleteaban alegres y la cascada de fuego había dejado de correr. Briznas de carne roja centelleaban en círculos mientras las mandíbulas de mi atacante se abrían y se cerraban frenéticamente, hablando un idioma extraño. El verde sucio que veía sobre mi cabeza se volvía insolentemente chillón y le daba a las cosas una tonalidad fluorescente. Libélulas arrastraban sus alas por el suelo dejando un rastro de baba amarillenta que reflejaba mi incipiente podredumbre.
Ahora sí el veneno hacía efecto, podía ver cómo me iba desgajando lentamente, me preparaba para recibirla. Ella lo sabía, se relamía anticipando el sabor de mis músculos endulzados por su líquido mortal. Creo que eso era lo que más disfrutaba.
Ya se acercaba famélica a sellar el pacto. Toda ella se regodeaba mientras avanzaba cada vez más despacio para degustar mi terror.
El sacrificio estaba completo.

15 de julio de 2009

Longing

Bueno. Un poema, para variar. El título es provisorio, porque no encuentro una palabra que contenga lo que quiero expresar.
Éste es para Rober. Te vamos a extrañar! Remember what I told you ;)
Mariska Hargitay!


Añoranza

Era el fin de los tiempos y América estaba cansada
(cansada)
¿Cuánto tiempo había pasado?
Nunca había dejado de sentirse
incompleta.
Tan sola,
aunque esa otra se acercara lentamente,
no era lo mismo, no encajaban bien.
Duele sentirse sólo una
mitad, una pieza
suelta –pensó.
¿Volverían a verse?
En otro planeta,
tal vez.
Suspiró.
En otro universo,
quizás,
volverían a ser, para
siempre,
Pangea.

13 de julio de 2009

El conquistador

Este cuento lo escribí hace dos años. Está bastante gauchito, considerando que fue escrito hace un tiempo.
Tengo un cuento para recomendar: "La dama o el tigre" de Frank R. Stockton. Después de tantos años, todavía me queda la duda. ¿Qué dicen? ¿La dama, o el tigre?
Mariska Hargitay!


El conquistador

Le ordenó al caballo que aquietara el paso para que su entrada pareciera triunfal. No saludó, sino que observó a sus nuevos súbditos sonriendo, más para sí mismo que para ellos.
Su postura parecía naturalmente erguida; sus manos, relajadas en las bridas. En realidad, estaba haciendo fuerza para no desplomarse a causa de los nervios; de ahí venía la tensión en la espalda. No saludaba porque ya no tenía fuerzas, los brazos se sentían pesados e inútiles.
Miró al espía, que venía corriendo a recibirlo como buen traidor que era. Iba a tener que matarlo cuando las cosas se calmaran.
-¿Dónde está? –preguntó tratando de disimular la ansiedad.
-En el sepulcro. –Contestó con su voz de ratita.
Algo dentro de él se encogió violentamente y durante un cortísimo instante su ceño se frunció sin formular la pregunta.
-Está preparando el cuerpo de su esposo para el entierro. –El conspirador tragó saliva, nervioso por complacer al nuevo amo.
Una punzada de envidia le tocó el estómago e instintivamente apretó la mandíbula. El esposo, el amadísimo esposo. Bueno. Ahora estaba muerto, y si ella era astuta (él sabía que lo era), no se preocuparía más por él.
Las puertas del templo estaban cerradas. Mala señal. Vio la culpa en la cara del espía y supo que la había dejado sola ahí adentro.
Miró con impaciencia a sus soldados que, asustados, trataban de derribar las puertas de bronce tan bien trabadas. Cada golpe contra la puerta equivalía a casi cinco latidos de su corazón, que palpitaba desesperado.
Después del estruendo que produjo la madera de la traba al romperse, las hojas se abrieron y el hombre que todavía se hacía llamar Octavio entró corriendo en el sepulcro.
Mareado por el fuerte olor a incienso, acrecentado por el encierro, no vio la serpiente que se arrastraba entre sus pies. Sus pasos resonaron en el inmenso recinto de los muertos. Más allá, iluminada por las antorchas yacía ella, acompañada por monedas de oro, esmeraldas y por el cuerpo de Marco Antonio ya rígido.
Se acercó para mirar su expresión. Parecía dormida, como si pudiera volver en cualquier momento.
-Así que nos volvimos inmortales... ¡Maldita seas, Cleopatra! –Le acarició la mano. Todavía estaba caliente.

8 de julio de 2009

Sorpresa

Ajá. Cuento. En principio fue un poema (sigue siendo un poema, Hambre), después tomó la forma de un cuento con sus modificaciones correspondientes.
Se lo dedico a Martina, que cuando leyó el poema me preguntó si era una experiencia personal. Emm... ¡esas cosas no se preguntan! Jajajaja.
Mariska Hargitay!


Sorpresa


En la primera clase, hacía poco más de un mes, había decidido que no le gustaba. No era que fuese feo, era… ordinario. Suena mal decir eso. No era feo, pero tampoco era lindo. Sus facciones eran aceptables, nada más. Podría llegar a ser más atractivo si sonreía, pero no lo hacía muy seguido.
El curso de primer año no era numeroso, y aún así él no se destacaba. Recordaba su nombre porque era uno de los últimos de la lista, entre la S y la V. Lo veía de lejos, charlando con la chica rubia alta que se creía que la facultad era una pasarela, y con el señor bajito que siempre tenía algo que acotar a lo que decían los profesores.
Nunca habían cruzado más de dos palabras, así que se sintió incómoda cuando lo vio en la parada, esperando el mismo colectivo. Ya había logrado esquivarlo con éxito en la fotocopiadora, pero esto era más difícil. Tenía ganas de hacerse la tonta, subirse al colectivo y esconderse, pero él no le dio oportunidad. Sacó el boleto y fue a sentarse a su lado, sonriéndole como si ella estuviese esperándolo.
¿A qué venía eso?
Le molestó la familiaridad con la que él se estiró en el asiento, abriendo las piernas, encerrándola contra la ventana. Su rodilla tibia, enfundada en ese jean demasiado desgastado, se acercaba peligrosamente a la suya.
Pedro. Hasta el nombre era olvidable.
- Parecía que se iba a largar a llover, pero aguantó. – La miraba a ella en vez de mirar el cielo. ¿Por qué seguía sonriendo como un idiota?
- Sip. – Más arisca no se podía ser.
- ¿Conseguiste el libro ese que nos pidieron ayer? –
- No lo busqué. –
- Yo lo tengo… puedo prestártelo para fotocopiar.-
- Ah, bueno. Gracias. -
Hubiera querido ponerse los auriculares para que desistiera de una vez, pero habría sido demasiado maleducado.
El colectivo daba vueltas y vueltas por calles interminables mientras él hablaba de cosas sin importancia. No se daba cuenta de que ella no participaba en su monólogo.
Tenía hambre y él no se bajaba. Quería mirar por la ventana y relajarse, pero él no se bajaba. Finalmente sacó la manzana del bolso, en parte para no tener que contestar las estupideces que preguntaba. Estaba hablando de bares que conocía, boliches a los que entraba gratis y quería saber a dónde salía ella, si le gustaba bailar, si tenía novio.
- No, no tengo novio. –
- ¿Por qué no? – preguntó con inocencia.
¿Por qué no? ¿Cómo que “por qué no”? ¿Cómo se contestaba eso? ¿Cómo se atrevía a preguntar?
- ¡No! – intentaba atajarse, pero se enredaba solo. - Lo decía porque… una chica como vos… tan… bueno… - el intento de disculpa se perdió mientras él se reía bajito.
Ella se miró las manos, seria. La situación se ponía más incómoda y no quería contestar otras preguntas.
Entonces lo vio. En el sweater de lana suave de él, una mancha blanca cerca del puño.
- Mi hermanita estaba de buen humor esta mañana. – explicó mientras frotaba el tejido para sacar la mancha. – Quería darme de comer a mí su papilla. ¿Tengo cara de que me gusta eso? – la miró sonriendo. ¿Esperaba que contestara?
Aterrada, sintió cómo el broche que sostenía su rodete se deslizaba. No sabía cómo hacer para peinarse cuando no tenía espacio para levantar los brazos, él estaba muy cerca.
Se sentó en la punta del asiento y giró el cuerpo en su dirección para estar segura de no pegarle con el codo, empujándole la pierna sin querer. La voz de él la distrajo:
- No te ates el pelo… te queda más lindo así. Parecés la ninfa de algún bosque patagónico. –
¿Era un chiste? No era gracioso.
- Sí, claro. – Era de mal gusto burlarse de ella de esa manera.
- ¿Por qué no podés aceptar un piropo bien intencionado? –
- Porque no es cierto. – mientras hablaba, bajó las manos.
- Yo creo que es cierto. ¿Dudás de mi buen gusto? – Ahora sí, se reía abiertamente.
Al decirlo, se inclinó sobre ella como desafiándola a contestar, apretándola más contra la ventana fría del colectivo, empujándola con su pierna cada vez más tibia.
Otra vez, no sabía qué decir. Fijó la mirada en su manzana, no tan roja como le hubiera gustado.
El maxilar le dolió de lo fuerte que la mordió. Sin dudas, eso había sido mucho menos decoroso de lo que se había propuesto.
Pedro había hecho un silencio respetuoso y la miraba con esa cara de nada que le salía tan bien. ¿Le estaba mirando la boca?
Mordió otra vez, y el jugo de la manzana se le escapó de los labios, amenazando con caer directamente en su escote. No, no podía limpiarse la boca con la lengua. Menos mal que tenía una servilleta en la cartera.
Tenía que hacer algo para no sentirse tan expuesta, porque él seguía mirándola fijo, sin hablar. Justo ahora se le ocurría callarse.
- ¿Querés? – sonrió, como para dejar en claro que no lo decía en serio.
- Bueno. – La miró a los ojos, como diciendo “Yo no te voy a decir que no.”
Ahí se puso nerviosa del todo. ¿Qué hacer? No podía decir: “Era un chiste”. Había que seguir.
Estirando apenas la mano en su dirección, se la ofreció a él, que ya se relamía los labios.
Pedro suavemente posó sus dedos sobre los de ella, que sostenían la manzana. Se la llevó a la boca. Y la mordió.
Todo fue parte de la misma sensación: el sonido de la mordida, el calor y la fuerza de la mano que ahora rodeaba la suya, el impacto.
Se quedó sin aliento, porque él había comido de su mano y a ella le había encantado darle de comer.
Qué simple parecía, y sin embargo…
Un mordisco.
Y otro.
Y otro.
Había algo tan primario en alimentarlo así, la boca de él, encima de donde ella había mordido hacía sólo unos segundos.
Entonces vio la mandíbula tensa, devorando. Sólo tuvo ojos para esa garganta fuerte que palpitaba.
Y se imaginó acercándose lentamente, como acechando a su presa, mientras se relamía los labios esperando ese sabor. Clavándole los dientes, en el cuello. Saboreando el pulso que latía bajo la piel. Mordiéndolo, como él ahora mordía la manzana que ella aferraba.
Le buscó los ojos y sonrió. Eran grises.

30 de junio de 2009

Saltar

¡Dios mío! El final de Los pasos perdidos...
Ya sé, me entusiasmé con las citas. Es que hay tanta genialidad dando vueltas. No puedo evitarlo.

Este cuento lo escribí el año pasado y me ayudaron a corregirlo mis compañeros del taller de escritura de la facultad, a principios del 2008. Espero que les guste.
Mariska Hargitay!


¡Qué frío hacía esa noche! Por suerte ya estaba en la cama, bien abrigada y lista para abandonarse al sueño. Los postigos estaban cerrados, pero aún así la luz de los faroles de la calle se filtraba delicadamente en la habitación formando extraños dibujos en la pared (lila de día, azul profundo de noche). Era temprano todavía, pero ella estaba cansada. Había tenido un día idéntico a todos los demás.
Escuchaba ecos de ese ruido callejero, de la vida nocturna que le era negada desde siempre. Otra vez sentía que las paredes azules se acercaban sigilosamente y en el momento menos esperado empezaban a ahogarla con la determinación de todos los sábados.
Si sólo supiera cuántos más tendría que soportar... un número sería horriblemente esperanzador.
Cerró los ojos mientras se dejaba llevar por el antiguo perfume de lavanda. Los pensamientos cotidianos iban desapareciendo, se hacían indefinidos a medida que su mente se hundía en el inconsciente que luchaba por saltar...
Caminaba sobre esa línea blanca que estaba fría. Sus pies la recorrían lentamente en rigurosa fila india, y cuando llegaban al final daban la vuelta y volvían a empezar.
La luna iluminaba débilmente el barranco y el mar, pero hacía brillar la línea blanca por donde disertaban sus pasos.
Ah, sí, la noche era deliciosa. El momento ideal para saltar. El precipicio se mostraba tan amigable y acogedor... un alivio profundo para sus tragedias mínimas.
Pero no, en ese instante no había problemas. Existía solamente el abismo y el viento que hacía a la caída tan seductora.
Apoyaba un pie y se balanceaba, probando, pensando cómo se sentiría caer al vacío. Tarareaba una melodía que no recordaba con precisión, pero afortunadamente ya no importaba. Ése era el maravilloso efecto de la brisa.
La canción terminó. Supo que era el momento esperado, del que ya no despertaría.
Y saltó.

28 de junio de 2009

No uses la cucharita...

Hoy después de la película fuimos a tomar un helado.
Automáticamente, dejé la cucharita y me dediqué a pasarle la lengua a mi helado, tratando de emparejarlo donde veía que se estaba derritiendo. Siempre digo a quien quiera escucharme que soy una bestia comiendo un cucurcho, que lo ataco sin ningún sentido del decoro.
Mi amiga dijo que en realidad las mujeres en general siempre tomamamos así el helado, sin usar la cucharita hasta que llegamos al cucurucho. Los hombres, por el contrario, no atacan el helado como nosotras, en teoría porque son más malpensados y no les gusta como se ve la situación. ¿Es cierto eso? ¿Les parece que es así?
Yo no sé. Sólo puedo dar fe de mi propia forma de tomar un helado, totalmente vergonzosa.
Pero quiero decir algo: si realmente es así, si todos los hombres usan la cucharita por miedo al qué dirán, yo les pido que no lo hagan. A mí me gusta verlos comer helado sin cuchara.
¡Por favor, anímense a usar la lengua! Es la mejor, la única forma de disfrutar un helado.
La próxima vez que vayan a una heladería, ténganlo en cuenta.
Mariska Hargitay!
PD: este blog ya es cualquier cosa. Prometo que la próxima entrada va a ser algo más serio.

24 de junio de 2009

Tango

Ahora sí, un cuento. Casualmente, cuando lo escribí no esperaba nada de este humilde texto, y sin embargo tuvo buena aceptación. Agradezco a todos los que ya lo escucharon, pero van a leerlo de nuevo ahora y comentarlo, por supuesto.
Mariska Hargitay!
PD: especial para un día de tanto frío como hoy.


Después de una evaluación minuciosa de todos los especimenes masculinos de la clase de tango de los miércoles a las cinco, podía afirmar que no había nada allí que le pudiera interesar. Se resignó a concentrarse en aprender a bailar. Bueno, eso tampoco estaba tan mal, pero no era para eso que se había anotado en esa clase. No era para eso.
Su soltería le molestaba, y había decidido hacer algo al respecto. Pensó que una clase de tango era una buena opción: era un baile sensual, pero no se transpiraba demasiado. El reggaeton era demasiado ejercicio, le dolía la cintura al imaginarlo. Y la salsa era más o menos un pase libre para ser manoseada de todas las formas posibles con la excusa de que es un baile “caliente”. Había visto demasiadas películas como para caer en esa. Así que optó por el tango.
Pero su plan no había funcionado. No había candidatos potables a las cinco. Parecían todos vagos e irresponsables.
¿Debería haber elegido la clase de las siete?
Su primera pareja de baile tenía las manos húmedas y resbalosas. La guiaba con movimientos torpes, siempre a un instante de pisarle el pie (como descubriría con el tiempo, esos incidentes eran muy comunes con los novatos). ¡Dios! ¡No eran sólo las manos! Todo él estaba mojado. El hombro donde tenía que apoyar la mano, el aliento en su cuello. Lo descartó.
El segundo compañero olía decididamente mal. No había forma de escapar, no podía evitar que su nariz se arrugara ante semejante pestilencia. Con cada giro, el aire alrededor de ellos se movía y otra ola de vaho la invadía. Olor a subte una tarde de enero, a gimnasio con mala ventilación. No gracias.
El tercer hombre no levantó la vista de su escote. Éste ya tenía un par de clases encima, porque sabía los pasos, cuándo el profesor miraba en su dirección y cómo ir bajando la mano que tenía en su espalda como por accidente. Mientras miraba cómo la mujer de al lado levantaba la pierna derecha hasta más arriba de su cintura y se enroscaba alrededor de su compañero, se distrajo y le clavó el taco en los dedos del pie al pobre tipo. Qué bochorno. No lo miró a la cara para ver si estaba bien, y tampoco reaccionó cuando sintió que la mano de él bajaba un poco más. Espero no haberle fracturado un dedo.
Entonces, llegó la gota que rebalsó el vaso. Le tocó bailar con el profesor, un morocho impresionante con unos brazos que parecían de hierro.
Mmm… éste sí que olía bien. Y sabía llevarla. Era horrible sentirse así con una persona que tenía pareja. Haberlo visto al hombre, de lo más apasionado, besándose con uno que a ella le pareció que tenía cara de Roberto. O tal vez era un Juan. No lo vio muy bien.
Calentarse con un gay, sólo eso le faltaba. Típico de su perra suerte. Sí, realmente estaba meada por una manada de rinocerontes.
Cuando el flaquito de zapatos brillantes la sacó a bailar, ya había maldecido en cinco idiomas su peregrina idea de inscribirse en esa clase. Y pagar el mes por adelantado.
Le sorprendió lo fuerte que él le apretó la mano. Qué falta de modales, por favor. Lo miró a los ojos, de un marrón… ¿qué tono era? Marrón caca de perro bien alimentado, pensó. Eso la hizo sonreír.
Él también sonrió. Ahí mismo, cuando empezaba a pensar que el flaquito no tenía tanta cara de nada después de todo, lo vio. No es que estuviera demasiado cerca, pero era imposible no ver el tremendo orégano que tenía entre los dientes.
Su sonrisa se congeló en una mueca y sus ojos se agrandaron. Sabía la cara que estaba poniendo, pero no podía evitarlo. Él se dio cuenta, porque apartó la mirada y empezó a pasarse la lengua por los dientes, haciendo unos ruiditos que (gracias a Dios) la música ahogó enseguida.
Genial, lo había puesto nervioso. En un giro sus rodillas chocaron. Seguro que a mí me dolió más, esas rodillas huesudas que tiene…
Entonces, después de un floreo, en vez de colocar la mano en el centro de su espalda, la apoyó en los rollos que sobresalían entre el corpiño y el la faja. La bendita faja que su abuela le había regalado para Navidad. A ver si así conseguís un hombre, nena. Si no bajás la panza, tapála por lo menos.
¡Por Dios, sacá la mano de ahí! Esto era peor que el libidinoso.
Una vuelta, y la mano en los rollos.
Un giro, y la mano en los rollos.
Dos pasos cortos, y la mano en los rollos.
¡Sacá la mano de ahí!
Evidentemente se dio cuenta de algo, porque los pasos le salían más espásticos que antes. En la última vuelta pisó mal y se resbaló. Por supuesto, se agarró de lo que tenía más a mano. O sea, su rollo.
Apretó los dientes. Con una mirada asesina, le puso la mano donde debía estar. Él se sonrojó.
Pobre, ni que le hubiera tocado el culo, como el otro…
La canción terminó. El flaquito hizo una especie de reverencia, que en realidad parecía como si estuviera tratando de romper una tabla de madera con la cabeza. Se quedó dura, sin saber cómo responder a eso. Nunca nadie le había hecho una reverencia.
Por suerte la clase había terminado. El profesor saludó a sus alumnos y salió. Desde la otra punta de la sala, vio que el libidinoso le guiñaba el ojo con una sonrisa pícara en la cara.
Se escabulló al pasillo, contenta de sacarse los malditos zapatos.
¿Dónde estaba él?
Bajó corriendo la escalera, sintiendo cómo la faja apenas contenía el bamboleo de sus carnes. Sin faja la próxima.
El flaquito estaba llegando a la puerta. ¿Iba a salir con esos zapatos a la calle? Evidentemente, no le importaba lo que pensaban los demás. Él hubiera aprobado su decisión de tirar la faja a la basura y de mandar a la abuela a freír churros.
- Soy Verónica - le dijo con voz temblorosa.


22 de junio de 2009

So charming, the path of self-destruction

¿Por qué la necesidad de destruirse?
El odio contra uno mismo es el más terrible. Si uno no se acepta a sí mismo, ¿cómo lo van a aceptar los demás?
Es detestar todo lo que se es, se siente, se piensa. Es el deseo imposible de ser otro, de no ser. Es escuchar a la gente hablar y pensar: “¿Qué voy a decir? No tengo nada que ofrecer.”
Al principio fue aislarse antes de que llegue el rechazo de los demás. Adelantarse a la crítica, a la burla, a lo que tal vez el otro nunca pensó.
Después fue la incapacidad absoluta de recibir un cumplido y aceptarlo. Era imposible, ¿cómo creer en una mentira? Finalmente, conocer la forma de estar bien, de sentirse mejor, y no tener ganas de hacerlo.
¿Quién lo entiende? ¿Cómo se sale de eso? ¿Cómo deja uno de odiarse?
Tal vez es pedir demasiado. Tal vez uno tiene que convivir con ese odio hasta el fin de sus días, hasta que, con el mayor alivio, se rinde.

18 de junio de 2009

Nocturna

Es casi irónico que la primera publicación sea un poema.
Por algún tiempo me negué a este género, hasta que se me acabaron las ideas para los cuentos y no me quedó otra alternativa.
No, en serio, estaba negada. Y sin embargo...
Ahí va. Enjoy.


Nocturna

Las cadenas caen
caen
caen.
Su estrépito se hunde entre los tamtambores que empiezan
a palpitar una letanía animálica,
lunática,
noctúrnica.
El tum tum tum tum tum tum electriza
los miembros, los activa sin razón.
Liberados
por fin,
animus y anima
se enredan en la pista con movimientos sensuales,
Se entrelazan en un meneo espiralado.
Retumba el ritmo en la carne extasiada,
la sangre caliente vibra vibra
y se retuerce en las venas.
Ya no hay afuera y adentro.
Cuerpoymúsica, sublimados,
Cuando el corazón se hermana con el tum tum, tum tum de los tambores
ylatenylatenylatenylaten
Rememoran antiguos
rituales, pulsan
en una armonía
olvidada perdida enterrada.
Los brazos tienden al
cielo
y abrazan a la sombra con descarado deseo.
Las caderas suplicantes
forman figuras sinuosas,
giran en orondos ochos redondos.
Ondulan como en sueños lejanos,
recuerdos de noches tropicales
olvidadas tanto tiempo atrás.

17 de junio de 2009

Hola

Mi propio blog.
Recién empiezo, y ya no sé qué decir.
Voy a comenzar con el porqué de esta página. En realidad no hay un motivo, ya tengo Facebook y pensé que tenía que tener un Blog también. Chiste...
La idea es compartir lo que escribo, especialmente con la gente que no veo todos los días, a los que no les puedo alcanzar una copia y preguntarles "¿Qué te parece?".
La idea es que esta humilde página, como su título lo indica, les cuente una historia. Digo una, porque, al parecer, todo el que escribe se centra en un solo tema, que repite una y otra vez bajo distintas formas. No sé si esto es cierto. Espero que no.
Estoy divagando. Como siempre. Lo importante es que esto no es un taller, no es obligatorio hacer un comentario ni una crítica constructiva. Si tienen ganas, se agradece, por supuesto, una ayudita siempre viene bien.
¿Es todo lo que quería decir? No sé. ¡Ah! Tal vez comparta mi opinión sobre algún libro, o recomiende lecturas (para los que no van a la facultad conmigo, se entiende). Hoy recomiendo... Los pasos perdidos, de Alejo Carpentier. Qué genio. Qué manera de escribir.
Ya está. Me despido.
Mariska Hargitay! (para los que no vieron la película The love guru, aclaro: es una bendición. Una especie de saludo. Un deseo de buena suerte. Un algo para cerrar esta primera entrada)