14 de octubre de 2011

II

tie my hands behind my back

I'm so tired


of making myself

bleed

7 de septiembre de 2011

Sequía

No puedo escribir, no puedo.

25 de julio de 2011

Una tarde de lluvia

Salgo a la terraza.

Después del invierno, por fin camino descalza
sobre las baldosas tibias como el aire.
Nubes iluminadas
por un resplandor oscuro

Quiero sacarme la
ropa
caminar sobre las cornisas
entre las tejas.
Siento que el
viento se enfría
jugamos a empujarnos
deja hojas secas en mi pelo
sus escalofríos trepan
por mi espalda, hasta abrazarme la nuca
¿quién cae primero?
Ya viene.
una gota nos besa
y otra más


Más fuerte, ahora
caemos
me disuelvo en la cornisa
desaparecemos entre las tejas

llueve.

9 de julio de 2011

Máscara

 

A los amigos
y a la familia
hay que mentirles,
ocultar
para no lastimarlos,
para que no se vayan nunca.

A un desconocido
podría decirle que
hay días
en los que
me quiero morir,
sí,
morir.
Podría contarle qué
difícil es despertar
cada mañana, cómo
me pierdo
andando por la calle
o en el camino a mi cocina.

En cambio
a mi madre le diré
que los pájaros cantan más fuerte,
este verano.

Y cuando ya no haya más
desconocidos,
clavaré
en mi rostro esta
máscara de
Felicidad.
 

4 de julio de 2011

Pequeña aventura bajo el mar

 


Las rodillas le crujieron cuando se subió al colectivo. Un pequeño recuerdo, todas las mañanas, de que las cosas ya no eran como antes. Se podía seguir siendo joven de corazón, pero el cuerpo nunca mentía. El colectivo seguía medio vacío a esa altura de la avenida, así que pudo elegir asiento. Era un sesenta viejo, de esos en que los asientos, todos de a dos, empezaban a la mitad. Adelante aprovechaban el espacio para la multitud de gente que se apretujaba a todas horas en esa línea. Le gustaba el primer asiento. En realidad le gustaba estar del otro lado de la puerta, pero no demasiado lejos de la puerta como para que fuera incómodo bajarse después. No es que le molestara rozar a la gente, sobre todo a las mujeres, eso había hecho bastante hacía algunos años. Lo seguía haciendo de vez en cuando, si alguna le gustaba particularmente. Como al pasar, eso sí, no fuera que lo acusaran de algo. La gente estaba como loca ahora con eso del acoso, pero él nunca había hecho eso. Siempre con cuidado, si se corrían no molestaba más. Pero por hoy se había sentado, menos mal, porque las rodillas no le respondían como antes, y se dedicaba a mirar. Miraba sobre todo a la chica que se había subido recién, una morocha flaquita que se había apoyado en el caño amarillo, sentado más bien, justo al lado del chico de camisa que había subido con él, y movía la cabeza al ritmo de la música que llevaba en los oídos. Le gustaba, la morocha, le hacía acordar a esa mujer que había conocido hacía tanto tiempo, antes de casarse, en una plaza. Ella había estaba dibujando y él se había acercado a mirar, elogiando la obra sin entender bien qué era. Es abstracto, le había dicho ella, y él pensó que esa era otra manera de decir que no sabía dibujar. Ése debería haber sido un indicio a tomar en cuenta, esa tendencia a adornar la realidad, que bien podría decirse que era su único talento artístico, pero en ese momento no estaba pensando con la cabeza. Ah, las cosas que había llegado a hacer cuando era joven por una mujer. En eso le hacía acordar esta morocha a la otra, la de la plaza, ésta también parecía de las que ven las cosas como quieren. Y se reía, la chica, como si supiera lo que él estaba pensando. Miró de nuevo y vio que el chico que estaba justo al lado de ella en la barra amarilla también sonreía y él conocía bien esa sonrisa, la veía en sus hijos cuando estaban por comer un caramelo antes de la cena. ¿Qué estaban haciendo esos dos? Estiró el cuello para mirar mejor y vio dos manos apoyadas en el caño, una al lado de la otra, pero eso no podía ser, si apenas se rozaban, entonces miró un poco más y vio los brazos apoyándose, acariciándose, y entendió las risitas y casi se rió el también. Entonces la morochita lo sorprendió, cambió la mano de lugar para agarrar la barra al revés, justo del otro lado de donde estaba la mano de él. En el instante en el que el chico la sintió abrió la mano y entrelazó los dedos de ella con los suyos. Los dos miraban para adelante, como si el resto de sus cuerpos no estuviese enterado de lo que estaba pasando ahí abajo; pero él sólo tenía ojos para las manos, que ahora empezaban jugar y los dedos tanteaban a los otros dedos, se mimaban, se apretujaban, alejándose ya de la excusa del caño amarillo, siguiendo con su pequeña aventura bajo ese mar de gente, ignoradas por todos. Miró alrededor, preguntándose cómo podía ser que nadie se diera cuenta, que nadie lo sintiera; aunque estuvieran tan escondidas de cualquier mirada indiscreta salvo la suya, que lo vio todo y veía todo y ya no se reía con ellos, ya no le parecía divertido el manoseo de colectivo porque no era él, nunca más sería él. De pronto la parejita se desenroscaba del caño, empujaba a la gente y bajaba en esa calle inhóspita donde no había nada, ni siquiera un bar; pero él sabía que no era eso lo que buscaban. Había uno por ahí cerca, él había ido hacía tanto tiempo ya. Sí, seguro que era ahí a donde iban, si por ese lugar no había otra cosa, si eran tan jóvenes, seguro que era eso lo que iban a buscar.
 

3 de julio de 2011

Una tarde de sol

 
Este no es el último cuento que escribí (estoy bloqueada ahora), es el anteúltimo o algo así. A pesar de las críticas, y aunque reconozco que tienen razón, el cuento me gusta así. Tal vez lo corrija algún día, pero hoy quiero compartirlo tal como está.
 
 
 

No hay nada a la vista más que árboles, pero se, con esa certeza incuestionable de los sueños, que estoy en un jardín. Ya había soñado con este lugar alguna vez, con los árboles altos y el suelo tapado por las hojas. Hundo los pies en esas hojas blandas y avanzo con el sonido del viento en los oídos, corriéndome el pelo de la cara. Esto no me sorprende, y sin embargo la última vez que tuve el pelo tan largo fue a los catorce, antes de entrar a trabajar en la fábrica. Ya no recuerdo cómo era mi cuerpo entonces. De la nada aparece una casa, tan grande que me parece imposible no haberla visto antes. La puerta está abierta, así que entro. Camino por los pasillos, abro más puertas sin saber qué busco, y sin embargo con la seguridad de que tengo que encontrar algo importante. No me gusta la casa, es tan grande y yo nunca estuve en un lugar así, la fábrica era más grande pero nunca vi habitaciones tan elegantes, con muebles enormes y viejos. El sol de la tarde entra por todas las ventanas, el mismo sol que tanto me hacía feliz en el jardín, pero aun así me asustan los cuartos vacíos. Empiezo a subir la escalera cuando un murmullo aparece en mi mente, cada vez más fuerte.
 
La voz de Cecilia suena más nítida, sacándome de las habitaciones soleadas de mi sueño para devolverme a la oscuridad de mis ojos cerrados. No tengo ganas de despertar, no ahora, no otra vez. Pero inevitablemente me arrastra hacia la realidad, hasta que sus palabras dejan de ser un murmullo para tener sentido. Habla de una serie de robos y entiendo que está leyéndome el diario. Me saludan también los pequeños ruidos de todos los aparatos conectados a mi cuerpo, el crujido de las hojas y el zumbido suave de una lámpara. Cecilia, al lado de la cama, lee una nota y cada dos frases se detiene para hacer un comentario. A pesar de la animación en su voz, suena cansada. Ojalá pudiera decirle que no hace falta que se quede a dormir a la noche, que no necesita leerme el diario ni un libro ni contarme de mis nietos. Quiero levantar la mano para avisarle que estoy despierta. Nada se mueve, no puedo encontrar mis ojos, mis manos. Trato visualizar esa mano, y mi brazo pálido conectado al suero. Esto es mi cuerpo ahora, una prolongación de las máquinas, nada más. Y sin embargo sigo despertándome para encontrar esto. Escucho el ruido de la puerta y después pasos que se acercan a la cama.
-¿Recuperó la consciencia en algún momento?- pregunta una voz de hombre. No suena como el médico que me había atendido la otra vez, pero ya no me acuerdo bien. Tantas internaciones. Se me hace difícil separarlas. Debería ser más amable con la pobre Cecilia. No cuesta nada preguntarle cómo está ella.
-No, no desde ayer.- dice ella con voz cansada. -¿Qué va a pasar ahora?
-El estado de su hermana es muy delicado. Lo único que podemos hacer ahora es procurar que esté cómoda.-
Cecilia suspira, y yo haría lo mismo, si no fuera por el tubo. Odio el tubo. No puedo suspirar, no puedo sonreírle a mis nietos cuando vienen a verme. ¿Qué sentido tiene? Después de todo, respirar no es tan importante. Los pasos del médico se van y Cecilia retoma su lectura. Trato de bloquear su voz para atraer al sueño, pero es imposible. Sus palabras resuenan en mi mente con claridad.
-Bueno, basta de esto, que es bastante feo. Sólo malas noticias. Además yo sé que a vos nunca te gustó mucho leer el diario, Clari- dice ella, y su voz suena ahora un poco más cerca. –pero no tengo ninguna de esas revistas de crochet que te gustan, y no puedo leerte eso. Nunca entendí cómo podías pasar horas tejiendo, yo nunca pude quedarme quieta por más de cinco minutos. Pero bueno, por eso pudiste trabajar en la fábrica todo ese tiempo, y después con la alemana en el negocio. Siempre andabas con algo entre las manos. El Gordo decía que eras una máquina, siempre trabajando, cocinando, arreglando algún pantalón de Roberto. No sé cómo hiciste para seguir adelante cuando murió. A mí me cuesta tanto ahora que Manuel no está más.- sigue hablando, y ojalá pudiera decirle que está todo bien, que voy a estar con Roberto pronto. No sé si es cierto y tampoco si me gustaría verlo de nuevo, pero quiero decírselo igual. Es horrible tener que estar acá inmóvil, sin poder decir nada, sin siquiera poder mirarla a los ojos. No me acuerdo cuándo fue la última vez que hice eso, o cuándo le dije que la quería. Tal vez sea mejor así. Como con Roberto. ¿Qué le habría dicho a él? No porque sea una despedida uno tiene que decir la verdad. ¿Cómo podría? Nunca hablamos demasiado. Quizás si hubiera sabido que se iba a morir tan pronto hubiera tratado de quererlo un poco más. Tal vez si hubiéramos tenido más tiempo juntos, en vez de deslomarnos en la fábrica, en el negocio, en los chicos. Cecilia me agarra la mano y me doy cuenta de que no la estuve escuchando, yo debo tener las manos muy frías porque las de ellas están tibias, una me acaricia el brazo y la otra la frente. Y así me trae de vuelta a este cuerpo, como siento sus manos siento la sábana bajo mis piernas, el camisón acartonado, las sondas y agujas que entran y salen, el dolor que viene acompañándome desde hace un tiempo, no sólo en la piel y en la garganta sino más adentro, en los huesos, en el pecho. Por un instante soy consciente de todo eso y casi puedo adivinar la luz blanca de la habitación a través de mis párpados cerrados, casi podría abrir los ojos pero no quiero ser consciente, porque duele y tengo frío y no importa lo que diga el médico, no estoy cómoda, nunca más voy a estar cómoda. Quisiera suspirar de alivio porque la voz de Cecilia y sus manos empiezan a desvanecerse, la oscuridad me traga de nuevo y voy olvidándome de todo.
 
De repente estoy en la casa de nuevo, y subo la escalera sin detenerme en los cuartos de abajo. Un pasillo, y otro. Me asusta tanto caminar por acá, tener que abrir las puertas, pero no puedo parar, no puedo despertar otra vez sin haber encontrado el lugar que busco. Abro una puerta casi al final del pasillo y algo me agarra del brazo y me arrastra hacia adentro. Grito, empiezo a reírme mientras un hombre me abraza y juntos caemos sobre un sillón. No sé quién es él, por qué todo esto se siente tan natural o por nos reímos, si son nervios, alivio, alegría o todo eso junto. Su aliento está en mi cuello, después un beso y otro más. Suspiro cuando siento sus manos sobre mi cuerpo, acariciando despacio de arriba abajo, de abajo a arriba, siempre el mismo camino, al mismo ritmo mientras me besa el cuello, la cara, el pelo, sin ningún apuro, como si nada fuese más importante que eso, sin siquiera pensar en la próxima caricia. Sólo esas manos importan, yendo y viniendo en un roce lánguido que me relaja y me excita al mismo tiempo. Ni siquiera puedo verlo bien, porque el sillón está enfrente de la ventana y el sol me hace entrecerrar los ojos, pero sé que nunca lo había visto antes. Y sin embargo lo quiero, no sé cómo ni por qué, sé que él me quiere también. Este cuerpo me dice que todo es nuevo, que estas caricias son las primeras y quiero más, quiero recordar cómo era esto pero no encuentro mis manos para acercarlo, no puedo hacer nada salvo mantener abiertos los ojos para no volver a la oscuridad. Y sin embargo esa frustración es mínima, como el sol que me ciega: todo se suma para que el momento sea perfecto, sólo que no parece un momento sino una eternidad, como un no-tiempo de jadeos y caricias y suspiros. Escucho unas voces lejanas y un silbido molesto, pero no alcanzan para distraerme de esto. Por fin su boca sobre la mía, esta vez para quedarse, los ojos bien abiertos contra el sol de la tarde mientras unos labios se abren para recibir a otros, y es el mismo sabor a felicidad que meter los dedos en la olla de dulce de leche casero que la abuela dejaba sobre la mesa enfriándose, es como volver a empezar todo de nuevo.
 

25 de junio de 2011

Borrador I

 
La alarma del despertador la sacó de un sueño profundo. Esperó que el brazo de Julián la acercase a su cuerpo caliente para dormir juntos, como siempre, los últimos minutos de la noche antes de que el despertador anunciase definitivamente la mañana. Esperó, y el brazo no llegaba. Sintió ese pánico de llaves olvidadas, de hornallas prendidas. Pero esta vez el miedo no se fue. Despertó del todo y abrió los ojos para encontrar la cama helada y vacía. Recordó entonces que era miércoles, que era su cumpleaños y que él se había ido, que no iba a volver.
Se levantó sin esperar que el reloj sonase otra vez y fue a la habitación de Malena. Ella dormía abrazando su elefante de peluche, y lamentó tener que despertarla. La beba abrió los ojos, azules como los del padre, y la miró. Vamos gorda, le dijo mientras la levantaba. Ya la había sentado en su silla con la mamadera y unas galletitas cuando sonó el teléfono.
-Feliz cumpleaños, hija-
-Gracias, pa- sonrió porque su padre siempre era el primero en saludarla. Julián la saludaba antes de que se fueran a dormir, y a la mañana… cortó el recuerdo, como tantas veces hacía.
-¿Qué vas a hacer esta noche?-
-Nada, lo de siempre. Cenar con Malena- la beba la miró al escuchar su nombre y tiró otra galletita al piso.
-¿No querés venir a casa?-
-No, pa, nos vemos el sábado.-
-¿Estás segura?-
-Sí. ¿Quién va?-
-Los mismos de siempre-
-¿Y Silvia?- casi se arrepintió de haber preguntado.
-Dijo que no. Que otra vez será.-
-¿Y Malena? Hace meses que no la ve. ¿Cómo puede ignorar a su propia nieta?- trató de controlar el enojo que siempre se salía de control cuando se trataba de su suegra.
-Bueno, es difícil para ella. Todavía no pasó un año desde que Julián se-
-¡Ya lo sé! Pero no tiene nada que ver-
-Le cuesta ver a Malena todavía.
Si, ya lo sabía. Porque se parecía tanto al padre. Como si ella no se diera cuenta. Suspiró.
-Mariana. ¿Estás ahí?-
-Sí, papá-
-¿Por qué no venís a comer a casa hoy? Tu mamá puede hacer carne al horno y de postre-
-No, pa, el sábado nos vemos. Tengo que cortar, Malena está por tirar todo el paquete de galletitas al piso-
-Bueno, hija, nos vemos el sábado. Dale un beso a Male de mi parte-
Sacó la taza de café que había quedado en el microondas y se sentó. Malena seguía destrozando galletitas y hablando sola, como siempre hacía.
–Ma má-
-Sí, gorda, estoy acá-
Sabía que tenía razón, que su enojo era justificado. Su hija no tenía padre, y necesitaba a todos sus abuelos. Sobre todo a la única persona, además de ella, que podía contarle cosas de su padre. Y había tanto que ella no sabía, que nunca se le había ocurrido preguntar. Un pedazo de galletita le cayó en la mano. Pero no era sólo eso. Estaba enojada porque era tan injusto. Que Silvia no quisiera ver a su nieta, que pudiera pasarse días enteros en la cama mirando fotos viejas, que fuera a la tumba de su hijo todos los domingos. Que pudiese llorar cuantas veces quisiera. Y ella estaba atrapada en toda esa vida que tenía por delante.
-Ma… Pa- dijo Malena, y se rió.
-¿Qué dijiste?- por favor, que haya escuchado mal.
La nena se escondió un momento detrás del paquete de galletitas, lo tiró y volvió a decir, más decidida:
-Pa-pá-
Ella se quedó mirándola. ¿Dónde habría aprendido esa palabra? ¿Para qué la quería? Se paró de golpe y dio vuelta la taza de café sin querer.
-No digas eso. ¿Me escuchaste? ¡No se dice eso!- casi gritó. Se agachó para levantar toda la comida que había por el piso. Malena la miró fijo por unos segundos y empezó a llorar. Ella suspiró, dejó las galletitas que tenía en la mano lejos del charco de café de la mesa y abrazó a su hija.
-Shh, ya pasó. ¿No vas a decir más esa palabra, no es cierto?- dijo en el tono sereno que usaba siempre. Siguió meciéndola hasta que la beba dejó de llorar y se acurrucó contra su cuello. –Ahora nos vestimos y vamos al jardín. ¿Querés ver a Fernando?- Malena la miró y se rió de nuevo. Qué fácil era hacerla reír.
 
Casi una hora después estacionó el auto cerca del jardín, y bajó con una sensación extraña. Algo faltaba. Caminó con Malena y las dos vieron llegar a Fernando de la mano de su mamá. Él se soltó al verlas y avanzó con una sonrisa oculta detrás del chupete. Malena también avanzó sonriendo. Se dieron la mano y entraron juntos. Ella miró a la madre del chico y las dos sonrieron, como diciendo “mirá a nuestros hijos”, o “ya no nos necesitan”. Entró ella también y se quedó en la puerta del aula, mirando. Fernando abrazaba a Malena y le metía galletitas en la boca. Ella se reía, comía la mitad y le daba la otra a él.
-Son adorables- le dijo una de las maestras al pasar con otra jarra de leche chocolatada.
-Sí- contestó ella, aunque la maestra ya se había ido. Cruzó los brazos, sabiendo que tenía que ir a trabajar, pero sin poder despegar la mirada de su hija. Apretó los brazos con más fuerza, extrañamente alejada de todo, sintiéndose agotada. Suspiró una vez más y salió.
 
Esa noche cenó con su hija. Ante una velita encendida, pidió el mismo deseo que todas las noches antes de irse a dormir. Malena quiso soplar varias veces la vela, y ella se preguntó si pediría algo cada vez, y si su deseo fuese que el nene de ojos marrones la recibiese a la mañana siguiente en la puerta del jardín. Tal vez Malena pensara que Fernando estaría siempre esperándola en la puerta, pensó mientras se quedaba dormida.
 
Estaba caminando por la calle, cerca de su casa. Esas veredas no se parecían en nada a las reales, pero ya las había visitado alguna vez, como una copia distorsionada de la ciudad donde vivía. Estaba tan enojada. Con su padre, con Silvia, incluso con Malena. En algún lugar, sabía que ese enojo no era justo, que ninguno de ellos se lo merecía, pero no importaba. Sentía que no avanzaba por más que estaba corriendo ya. Llegó a una enorme casa de piedra, su casa, y entró recorrió los pasillos sin saber bien a dónde iba. Escuchaba el llanto de Malena desde algún lugar, pero lo ignoró. Entró en una habitación que era como la suya, que era la suya y sólo pudo ver la cama, enorme, revuelta, vacía. Entonces lo sintió, todo ese dolor que había guardado y empezó a llorar. Se asustó porque el llanto la ahogaba, trató de contenerlo y quiso despertar. Escuchó el despertador a lo lejos y luchó por salir, por alejarse de la angustia que amenazaba con desbordarse y llevárselo todo. Escuchó unos gemidos y supo que eran suyos, entonces empezó a calmarse porque ya salía, ya estaba de vuelta en su cama y en cualquier momento Julián la iba a abrazar, y le iba a decir que ya había pasado, que todo estaba bien. Iba a apretarla entre sus brazos para dormir esos últimos minutos antes de que el despertador sonase otra vez.
 

23 de mayo de 2011

Cuento de hadas

 

Se miró al espejo por última vez antes de bajar a los calabozos. Los ojos oscuros, como lunas negras, había dicho él una vez. La toca negra en la cabeza, ocultando el cabello todavía castaño, los labios finos. Se tocó despacio esos labios que el príncipe había besado. Sintió sus propios dedos ásperos y pensó que seguramente la princesa Aurora sería toda suavidad, dormida en la torre más alta del castillo. Apenas unas gotas de veneno, y la criatura se había desplomado como por arte de magia. Le había llevado tanto tiempo encontrarla, y finalmente los reyes la habían traído de vuelta al castillo, confiándola a su pequeño espía. No habían podido conseguir una rueca, pero la princesa dormía igualmente. La idea de la rueca había sido suya, todavía le causaba gracia pensar en cómo los había engañado tanto tiempo atrás. En realidad no lo había pensado hasta que estuvo frente a los reyes. Estaba tan enojada ese día. El rey Esteban parecía francamente sorprendido, y el rey Humberto se veía culpable. Felipe, por otro lado, parecía inmensamente divertido al ver a su antigua prometida en el bautismo de su actual futura esposa. No sólo había sido una traición a ella, sino al acuerdo que su padre había firmado con el rey Humberto. Y éste había salido muy beneficiado con ese acuerdo. Ella les había jurado que con la ayuda de su Dios se vengaría, que la princesa no llegaría a cumplir los dieciséis años. Y, en un arranque de genialidad, había predicho que la joven se pincharía el dedo con una rueca y moriría. Dicho y hecho, los reyes quemaron todas las ruecas de los reinos, y la Montaña Prohibida obtuvo derechos exclusivos para trabajar toda esa lana. Recordar esa pequeña venganza siempre la ponía de buen humor. Le sonrió al espejo, pensando qué le diría al príncipe para convencerlo de que se casara con ella. Acarició el marco dorado del espejo como si fuese la piel de su príncipe, y frunció el ceño al ver sus dedos manchados de polvo. Hacía días que los sirvientes celebraban la muerte de la princesa, y al parecer habían olvidado sus obligaciones. Ella también había celebrado, pensando que finalmente Felipe entraría en razón. Le había agradecido tanto a su Señor, le había ofrecido tres víctimas bellísimas. Pero ya era hora de que todos se ocuparan de lo que tenían que hacer.

Salió de su habitación, la más alta de la torre, desde donde podía ver la silueta de aquella otra torre, donde su enemiga dormía. Bajó las escaleras, que parecían no terminar nunca. La piedra fría de la pared resbalaba bajo sus dedos, su vestido negro serpenteaba por los escalones. Dobló detrás de la sala de audiencias y abrió la puerta de uno de los innumerables pasadizos secretos del castillo. Muy pocas personas los conocían. Le encantaban, porque le permitía escuchar detrás de las paredes y aparecer donde menos la esperaban, y los sirvientes eran increíblemente rápidos cuando se trataba de esparcir rumores sobre sus poderes sobrenaturales. Empujó la pared del calabozo y ésta se abrió con facilidad. Él estaba sentado de espaldas a ella, vigilando la puerta.
-Buenos días, su Alteza.- dijo con el tono más frío que pudo. No sonó muy convincente, porque sólo con verlo así despeinado y desarreglado se le hacía agua la boca.
-Maléfica- él se giró para verla - ¿cómo entraste? –preguntó. Miró detrás de ella, pero la puerta estaba cerrada y no pudo ver nada.
-Magia, querido. Naturalmente.- le sonrió, pero él no le devolvió la sonrisa.
-Sacáme esto- se levantó y sacudió las cadenas que lo ataban a la pared. -¿Por qué me trajiste?
-No querías venir. No recibías a mis mensajeros. ¿Qué otra cosa podía hacer?- trató de hacer pucheros con la boca.
-¿Es cierto lo que dicen? ¿Está muerta?-
-No, no está muerta. Pero ya está fuera del camino. Sos libre. Ahora podemos discutir los términos de nuestro casamiento- se acercó hacia él y trató de tocarlo. Él se corrió.
-¿Fuiste vos entonces? ¿Qué le hiciste? Nunca hablamos de casarnos-
-Pero es lo mejor, ¿no lo ves?-
-No. ¿Cómo? Mi padre, él nunca aprobaría… esto.- La señaló a ella y después las paredes del castillo.
-¿Por qué no?- tragó saliva, la garganta le picaba.
-¡Nunca podríamos casarnos! ¡Mirá lo que sos! ¡Lo que son todos ustedes! Bárbaros, eso es lo que son. Ese dios que tienen…
-¿De qué estás hablando?-
-Te vi, esa noche. Te seguí cuando te levantaste de la cama. ¿Cómo pueden hacer eso? Era una criatura, ¡y lo quemaron vivo! ¡Están locos!- gritó. Ya no parecía un príncipe, toda dignidad estaba perdida.
-No deberías haberme seguido. Los rituales son sólo para los sacerdotes.-
-¡Eso! Vos, vos sos la peor de todos. Lo prendiste fuego, él gritaba y lo prendiste fuego.-
-Basta, no pienso discutir eso. Cada uno puede adorar a su Dios como elija. No tiene nada que ver con el acuerdo que mi padre y el tuyo firmaron.- lo miró a los ojos y apretó los puños a los costados. El calor le subía por la garganta. Tenía que seguir con el plan. -Nuestros reinos, unidos, van a ser mucho más fuertes. Vamos a poder defender mejor la frontera. La Montaña Prohibida es rica, su flota es poderosa. Necesitamos las llanuras de tu reino para alimentar a los ejércitos. Y nuestros hijos…
-¿Qué hijos? –la interrumpió él- No podés tener hijos ya. Estás seca, cualquiera puede verlo. ¿Entendés? Por eso la quiero a ella. Ella puede darme hijos. Y vos… -la miró sin compasión. –fue divertido mientras duró, Majestad. –dicho esto, le dio la espalda y volvió a sentarse mirando la puerta.

Maléfica abrió la puerta secreta y caminó por el pasadizo oscuro. Le dijo casi sin voz al guardia que liberase al prisionero y subió la larga escalera. Cada vez le costaba más respirar a través del nudo que se iba cerrando. Trató de aflojar el cuello alto de su vestido, pero no era eso lo que la ahogaba. Tendría que dar la orden de fortificar las defensas y arreglar la muralla. En cuanto sus Majestades se casaran, los ejércitos invadirían la Montaña Prohibida. Si el príncipe decidía contar lo que había visto, la masacre sería terrible. Se detuvo al lado de una ventana en medio de la escalera. Habían bajado el puente sobre el foso, y Felipe, montado en su caballo, salía del castillo a toda velocidad. No. Levantó un poco la falda de su pesado vestido y subió corriendo hasta la sala donde estaba el altar de piedra. Prendió todas las antorchas y se arrodilló en el piso. Contempló la máscara de piedra del Señor del Fuego. Apoyó las palmas sobre la mesa. Dejó que el odio corriera por su cuerpo, lo ocupase, lo expandiese. El fuego le abrasó la garganta. Sintió crecer garras para destrozarlo, colmillos para desangrarlo. Finalmente extendió sus alas y, negra de ira, salió a encontrarse con el príncipe.

 

16 de abril de 2011

Me arden los ojos

 
Me arden los ojos de
tanto aguantar
el llanto.
 
Siempre fui la que no
entendía,
la de la sonrisa acartonada
en las fotos.
 
Todos saludan desde
las ventanillas
riendo
y alguien grita:
“Se te fue el tren,
Querida
Querida”
La a se alarga hasta el
Infinito,
Queridaaa
Queridaaaaaaa
 
No es que tuviera
la palabra atravesada
en la garganta,
No.
No es que no supiera
cómo decirlo, o que
no me animara.
Es que nunca hubo
Palabras.
 
¿Qué amigo es el que te
abraza cuando no podés
pedírselo?
 
El infierno es callar.
El infierno es llamar
y que sólo el eco conteste.
Es un eterno esperar al
Otro
que nunca llegará.
Es saber que uno
nunca
será suficiente.
 

19 de febrero de 2011

Ángel

 
Ángel mío,
no puedo dormir.
Por favor
ayudáme,
que no puedo más.

El silencio me aplasta,
Y lo peor es
no poder decir que
que

Todos están
tan lejos
de noche
-y de día también-

Por más que quieran,
¿quién puede
ayudar?
Si no hay
remedio;
están
tan perdidos
como yo.

Me estoy oxidando,
y dentro de poco
ya no habrá más
movimiento.
Quedaré
atrapada
gritando
y nadie
escucha.

Ángel,
desdobláme,
desgarráme
con uñas
y espada,
vaciáme
de este
Odio,
así aunque sea
en pedazos seré
libre.

Ángel mío,
¿dónde estás?
Ya no sé dónde
buscarte.
Y esa voz
-cómo detesto esa voz-
repitiendo que
no vas a venir.

Por favor,
ayudáme
a no pensar;
atáme las manos
por la espalda,
estoy tan cansada de hacerme
sangrar.

Ángel
Yo
te extraño tanto
volvé
Volvé,
que no puedo dormir.