13 de julio de 2009

El conquistador

Este cuento lo escribí hace dos años. Está bastante gauchito, considerando que fue escrito hace un tiempo.
Tengo un cuento para recomendar: "La dama o el tigre" de Frank R. Stockton. Después de tantos años, todavía me queda la duda. ¿Qué dicen? ¿La dama, o el tigre?
Mariska Hargitay!


El conquistador

Le ordenó al caballo que aquietara el paso para que su entrada pareciera triunfal. No saludó, sino que observó a sus nuevos súbditos sonriendo, más para sí mismo que para ellos.
Su postura parecía naturalmente erguida; sus manos, relajadas en las bridas. En realidad, estaba haciendo fuerza para no desplomarse a causa de los nervios; de ahí venía la tensión en la espalda. No saludaba porque ya no tenía fuerzas, los brazos se sentían pesados e inútiles.
Miró al espía, que venía corriendo a recibirlo como buen traidor que era. Iba a tener que matarlo cuando las cosas se calmaran.
-¿Dónde está? –preguntó tratando de disimular la ansiedad.
-En el sepulcro. –Contestó con su voz de ratita.
Algo dentro de él se encogió violentamente y durante un cortísimo instante su ceño se frunció sin formular la pregunta.
-Está preparando el cuerpo de su esposo para el entierro. –El conspirador tragó saliva, nervioso por complacer al nuevo amo.
Una punzada de envidia le tocó el estómago e instintivamente apretó la mandíbula. El esposo, el amadísimo esposo. Bueno. Ahora estaba muerto, y si ella era astuta (él sabía que lo era), no se preocuparía más por él.
Las puertas del templo estaban cerradas. Mala señal. Vio la culpa en la cara del espía y supo que la había dejado sola ahí adentro.
Miró con impaciencia a sus soldados que, asustados, trataban de derribar las puertas de bronce tan bien trabadas. Cada golpe contra la puerta equivalía a casi cinco latidos de su corazón, que palpitaba desesperado.
Después del estruendo que produjo la madera de la traba al romperse, las hojas se abrieron y el hombre que todavía se hacía llamar Octavio entró corriendo en el sepulcro.
Mareado por el fuerte olor a incienso, acrecentado por el encierro, no vio la serpiente que se arrastraba entre sus pies. Sus pasos resonaron en el inmenso recinto de los muertos. Más allá, iluminada por las antorchas yacía ella, acompañada por monedas de oro, esmeraldas y por el cuerpo de Marco Antonio ya rígido.
Se acercó para mirar su expresión. Parecía dormida, como si pudiera volver en cualquier momento.
-Así que nos volvimos inmortales... ¡Maldita seas, Cleopatra! –Le acarició la mano. Todavía estaba caliente.

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