3 de julio de 2011

Una tarde de sol

 
Este no es el último cuento que escribí (estoy bloqueada ahora), es el anteúltimo o algo así. A pesar de las críticas, y aunque reconozco que tienen razón, el cuento me gusta así. Tal vez lo corrija algún día, pero hoy quiero compartirlo tal como está.
 
 
 

No hay nada a la vista más que árboles, pero se, con esa certeza incuestionable de los sueños, que estoy en un jardín. Ya había soñado con este lugar alguna vez, con los árboles altos y el suelo tapado por las hojas. Hundo los pies en esas hojas blandas y avanzo con el sonido del viento en los oídos, corriéndome el pelo de la cara. Esto no me sorprende, y sin embargo la última vez que tuve el pelo tan largo fue a los catorce, antes de entrar a trabajar en la fábrica. Ya no recuerdo cómo era mi cuerpo entonces. De la nada aparece una casa, tan grande que me parece imposible no haberla visto antes. La puerta está abierta, así que entro. Camino por los pasillos, abro más puertas sin saber qué busco, y sin embargo con la seguridad de que tengo que encontrar algo importante. No me gusta la casa, es tan grande y yo nunca estuve en un lugar así, la fábrica era más grande pero nunca vi habitaciones tan elegantes, con muebles enormes y viejos. El sol de la tarde entra por todas las ventanas, el mismo sol que tanto me hacía feliz en el jardín, pero aun así me asustan los cuartos vacíos. Empiezo a subir la escalera cuando un murmullo aparece en mi mente, cada vez más fuerte.
 
La voz de Cecilia suena más nítida, sacándome de las habitaciones soleadas de mi sueño para devolverme a la oscuridad de mis ojos cerrados. No tengo ganas de despertar, no ahora, no otra vez. Pero inevitablemente me arrastra hacia la realidad, hasta que sus palabras dejan de ser un murmullo para tener sentido. Habla de una serie de robos y entiendo que está leyéndome el diario. Me saludan también los pequeños ruidos de todos los aparatos conectados a mi cuerpo, el crujido de las hojas y el zumbido suave de una lámpara. Cecilia, al lado de la cama, lee una nota y cada dos frases se detiene para hacer un comentario. A pesar de la animación en su voz, suena cansada. Ojalá pudiera decirle que no hace falta que se quede a dormir a la noche, que no necesita leerme el diario ni un libro ni contarme de mis nietos. Quiero levantar la mano para avisarle que estoy despierta. Nada se mueve, no puedo encontrar mis ojos, mis manos. Trato visualizar esa mano, y mi brazo pálido conectado al suero. Esto es mi cuerpo ahora, una prolongación de las máquinas, nada más. Y sin embargo sigo despertándome para encontrar esto. Escucho el ruido de la puerta y después pasos que se acercan a la cama.
-¿Recuperó la consciencia en algún momento?- pregunta una voz de hombre. No suena como el médico que me había atendido la otra vez, pero ya no me acuerdo bien. Tantas internaciones. Se me hace difícil separarlas. Debería ser más amable con la pobre Cecilia. No cuesta nada preguntarle cómo está ella.
-No, no desde ayer.- dice ella con voz cansada. -¿Qué va a pasar ahora?
-El estado de su hermana es muy delicado. Lo único que podemos hacer ahora es procurar que esté cómoda.-
Cecilia suspira, y yo haría lo mismo, si no fuera por el tubo. Odio el tubo. No puedo suspirar, no puedo sonreírle a mis nietos cuando vienen a verme. ¿Qué sentido tiene? Después de todo, respirar no es tan importante. Los pasos del médico se van y Cecilia retoma su lectura. Trato de bloquear su voz para atraer al sueño, pero es imposible. Sus palabras resuenan en mi mente con claridad.
-Bueno, basta de esto, que es bastante feo. Sólo malas noticias. Además yo sé que a vos nunca te gustó mucho leer el diario, Clari- dice ella, y su voz suena ahora un poco más cerca. –pero no tengo ninguna de esas revistas de crochet que te gustan, y no puedo leerte eso. Nunca entendí cómo podías pasar horas tejiendo, yo nunca pude quedarme quieta por más de cinco minutos. Pero bueno, por eso pudiste trabajar en la fábrica todo ese tiempo, y después con la alemana en el negocio. Siempre andabas con algo entre las manos. El Gordo decía que eras una máquina, siempre trabajando, cocinando, arreglando algún pantalón de Roberto. No sé cómo hiciste para seguir adelante cuando murió. A mí me cuesta tanto ahora que Manuel no está más.- sigue hablando, y ojalá pudiera decirle que está todo bien, que voy a estar con Roberto pronto. No sé si es cierto y tampoco si me gustaría verlo de nuevo, pero quiero decírselo igual. Es horrible tener que estar acá inmóvil, sin poder decir nada, sin siquiera poder mirarla a los ojos. No me acuerdo cuándo fue la última vez que hice eso, o cuándo le dije que la quería. Tal vez sea mejor así. Como con Roberto. ¿Qué le habría dicho a él? No porque sea una despedida uno tiene que decir la verdad. ¿Cómo podría? Nunca hablamos demasiado. Quizás si hubiera sabido que se iba a morir tan pronto hubiera tratado de quererlo un poco más. Tal vez si hubiéramos tenido más tiempo juntos, en vez de deslomarnos en la fábrica, en el negocio, en los chicos. Cecilia me agarra la mano y me doy cuenta de que no la estuve escuchando, yo debo tener las manos muy frías porque las de ellas están tibias, una me acaricia el brazo y la otra la frente. Y así me trae de vuelta a este cuerpo, como siento sus manos siento la sábana bajo mis piernas, el camisón acartonado, las sondas y agujas que entran y salen, el dolor que viene acompañándome desde hace un tiempo, no sólo en la piel y en la garganta sino más adentro, en los huesos, en el pecho. Por un instante soy consciente de todo eso y casi puedo adivinar la luz blanca de la habitación a través de mis párpados cerrados, casi podría abrir los ojos pero no quiero ser consciente, porque duele y tengo frío y no importa lo que diga el médico, no estoy cómoda, nunca más voy a estar cómoda. Quisiera suspirar de alivio porque la voz de Cecilia y sus manos empiezan a desvanecerse, la oscuridad me traga de nuevo y voy olvidándome de todo.
 
De repente estoy en la casa de nuevo, y subo la escalera sin detenerme en los cuartos de abajo. Un pasillo, y otro. Me asusta tanto caminar por acá, tener que abrir las puertas, pero no puedo parar, no puedo despertar otra vez sin haber encontrado el lugar que busco. Abro una puerta casi al final del pasillo y algo me agarra del brazo y me arrastra hacia adentro. Grito, empiezo a reírme mientras un hombre me abraza y juntos caemos sobre un sillón. No sé quién es él, por qué todo esto se siente tan natural o por nos reímos, si son nervios, alivio, alegría o todo eso junto. Su aliento está en mi cuello, después un beso y otro más. Suspiro cuando siento sus manos sobre mi cuerpo, acariciando despacio de arriba abajo, de abajo a arriba, siempre el mismo camino, al mismo ritmo mientras me besa el cuello, la cara, el pelo, sin ningún apuro, como si nada fuese más importante que eso, sin siquiera pensar en la próxima caricia. Sólo esas manos importan, yendo y viniendo en un roce lánguido que me relaja y me excita al mismo tiempo. Ni siquiera puedo verlo bien, porque el sillón está enfrente de la ventana y el sol me hace entrecerrar los ojos, pero sé que nunca lo había visto antes. Y sin embargo lo quiero, no sé cómo ni por qué, sé que él me quiere también. Este cuerpo me dice que todo es nuevo, que estas caricias son las primeras y quiero más, quiero recordar cómo era esto pero no encuentro mis manos para acercarlo, no puedo hacer nada salvo mantener abiertos los ojos para no volver a la oscuridad. Y sin embargo esa frustración es mínima, como el sol que me ciega: todo se suma para que el momento sea perfecto, sólo que no parece un momento sino una eternidad, como un no-tiempo de jadeos y caricias y suspiros. Escucho unas voces lejanas y un silbido molesto, pero no alcanzan para distraerme de esto. Por fin su boca sobre la mía, esta vez para quedarse, los ojos bien abiertos contra el sol de la tarde mientras unos labios se abren para recibir a otros, y es el mismo sabor a felicidad que meter los dedos en la olla de dulce de leche casero que la abuela dejaba sobre la mesa enfriándose, es como volver a empezar todo de nuevo.
 

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