24 de junio de 2009

Tango

Ahora sí, un cuento. Casualmente, cuando lo escribí no esperaba nada de este humilde texto, y sin embargo tuvo buena aceptación. Agradezco a todos los que ya lo escucharon, pero van a leerlo de nuevo ahora y comentarlo, por supuesto.
Mariska Hargitay!
PD: especial para un día de tanto frío como hoy.


Después de una evaluación minuciosa de todos los especimenes masculinos de la clase de tango de los miércoles a las cinco, podía afirmar que no había nada allí que le pudiera interesar. Se resignó a concentrarse en aprender a bailar. Bueno, eso tampoco estaba tan mal, pero no era para eso que se había anotado en esa clase. No era para eso.
Su soltería le molestaba, y había decidido hacer algo al respecto. Pensó que una clase de tango era una buena opción: era un baile sensual, pero no se transpiraba demasiado. El reggaeton era demasiado ejercicio, le dolía la cintura al imaginarlo. Y la salsa era más o menos un pase libre para ser manoseada de todas las formas posibles con la excusa de que es un baile “caliente”. Había visto demasiadas películas como para caer en esa. Así que optó por el tango.
Pero su plan no había funcionado. No había candidatos potables a las cinco. Parecían todos vagos e irresponsables.
¿Debería haber elegido la clase de las siete?
Su primera pareja de baile tenía las manos húmedas y resbalosas. La guiaba con movimientos torpes, siempre a un instante de pisarle el pie (como descubriría con el tiempo, esos incidentes eran muy comunes con los novatos). ¡Dios! ¡No eran sólo las manos! Todo él estaba mojado. El hombro donde tenía que apoyar la mano, el aliento en su cuello. Lo descartó.
El segundo compañero olía decididamente mal. No había forma de escapar, no podía evitar que su nariz se arrugara ante semejante pestilencia. Con cada giro, el aire alrededor de ellos se movía y otra ola de vaho la invadía. Olor a subte una tarde de enero, a gimnasio con mala ventilación. No gracias.
El tercer hombre no levantó la vista de su escote. Éste ya tenía un par de clases encima, porque sabía los pasos, cuándo el profesor miraba en su dirección y cómo ir bajando la mano que tenía en su espalda como por accidente. Mientras miraba cómo la mujer de al lado levantaba la pierna derecha hasta más arriba de su cintura y se enroscaba alrededor de su compañero, se distrajo y le clavó el taco en los dedos del pie al pobre tipo. Qué bochorno. No lo miró a la cara para ver si estaba bien, y tampoco reaccionó cuando sintió que la mano de él bajaba un poco más. Espero no haberle fracturado un dedo.
Entonces, llegó la gota que rebalsó el vaso. Le tocó bailar con el profesor, un morocho impresionante con unos brazos que parecían de hierro.
Mmm… éste sí que olía bien. Y sabía llevarla. Era horrible sentirse así con una persona que tenía pareja. Haberlo visto al hombre, de lo más apasionado, besándose con uno que a ella le pareció que tenía cara de Roberto. O tal vez era un Juan. No lo vio muy bien.
Calentarse con un gay, sólo eso le faltaba. Típico de su perra suerte. Sí, realmente estaba meada por una manada de rinocerontes.
Cuando el flaquito de zapatos brillantes la sacó a bailar, ya había maldecido en cinco idiomas su peregrina idea de inscribirse en esa clase. Y pagar el mes por adelantado.
Le sorprendió lo fuerte que él le apretó la mano. Qué falta de modales, por favor. Lo miró a los ojos, de un marrón… ¿qué tono era? Marrón caca de perro bien alimentado, pensó. Eso la hizo sonreír.
Él también sonrió. Ahí mismo, cuando empezaba a pensar que el flaquito no tenía tanta cara de nada después de todo, lo vio. No es que estuviera demasiado cerca, pero era imposible no ver el tremendo orégano que tenía entre los dientes.
Su sonrisa se congeló en una mueca y sus ojos se agrandaron. Sabía la cara que estaba poniendo, pero no podía evitarlo. Él se dio cuenta, porque apartó la mirada y empezó a pasarse la lengua por los dientes, haciendo unos ruiditos que (gracias a Dios) la música ahogó enseguida.
Genial, lo había puesto nervioso. En un giro sus rodillas chocaron. Seguro que a mí me dolió más, esas rodillas huesudas que tiene…
Entonces, después de un floreo, en vez de colocar la mano en el centro de su espalda, la apoyó en los rollos que sobresalían entre el corpiño y el la faja. La bendita faja que su abuela le había regalado para Navidad. A ver si así conseguís un hombre, nena. Si no bajás la panza, tapála por lo menos.
¡Por Dios, sacá la mano de ahí! Esto era peor que el libidinoso.
Una vuelta, y la mano en los rollos.
Un giro, y la mano en los rollos.
Dos pasos cortos, y la mano en los rollos.
¡Sacá la mano de ahí!
Evidentemente se dio cuenta de algo, porque los pasos le salían más espásticos que antes. En la última vuelta pisó mal y se resbaló. Por supuesto, se agarró de lo que tenía más a mano. O sea, su rollo.
Apretó los dientes. Con una mirada asesina, le puso la mano donde debía estar. Él se sonrojó.
Pobre, ni que le hubiera tocado el culo, como el otro…
La canción terminó. El flaquito hizo una especie de reverencia, que en realidad parecía como si estuviera tratando de romper una tabla de madera con la cabeza. Se quedó dura, sin saber cómo responder a eso. Nunca nadie le había hecho una reverencia.
Por suerte la clase había terminado. El profesor saludó a sus alumnos y salió. Desde la otra punta de la sala, vio que el libidinoso le guiñaba el ojo con una sonrisa pícara en la cara.
Se escabulló al pasillo, contenta de sacarse los malditos zapatos.
¿Dónde estaba él?
Bajó corriendo la escalera, sintiendo cómo la faja apenas contenía el bamboleo de sus carnes. Sin faja la próxima.
El flaquito estaba llegando a la puerta. ¿Iba a salir con esos zapatos a la calle? Evidentemente, no le importaba lo que pensaban los demás. Él hubiera aprobado su decisión de tirar la faja a la basura y de mandar a la abuela a freír churros.
- Soy Verónica - le dijo con voz temblorosa.


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